Cuando fumar era cool
No están para saberlo ni yo para contárselos, pero lo haré. Fumar, ése que es ahora un horrible vicio prohibido que te mata, era cool. Durante casi todo el siglo XX, fumar era no solamente una actividad común y corriente, un hábito normal, recurrente, esperado, aceptado y cotidiano, sino que, además, era una actividad que podía reconstituir la dignidad de cualquiera. Una actividad que no sólo era bien vista, sino digna, deseable, elegante, refinada, interesante, atractiva, atrayente y, más aún, snob.
«Perdonen ¿Les molesta que no fume?»
Groucho Marx.
Se fumó desde el descubrimiento de América, pero no fue sino hasta el siglo XIX que empezó a ser más común; pero realmente se pondría de moda después de la Segunda Guerra Mundial, cuando los gringos se dieron cuenta que los cigarrillos —que no los puros ni los habanos— podrían ser un buen negocio: papel de arroz, un poco de tabaco picado, alquitrán, conservadores por aquí y por allá y voilá: «el perfecto ejemplo del placer perfecto. Resulta exquisito y te deja insatisfecho ¿Qué más se puede pedir?», como diría Oscar Wilde.
Los anuncios de cigarrillos —cigarros para los mexicanos— empezaron a poblar las páginas de los magazines, del cine, de la tele, las calles, siempre con una idea alentadora y aspiracional del tabaco. Habría que fumar si se quería ser grande, si se quería ser adulto, si se buscaba ser sexy, ya lo dice el tango español «Dame, el humo de tu boca, anda que así me vuelves loca».
Voltaire, George Sand, Virginia Woolf, George Orwell, Albert Camus, Jean-Paul Sartre, William Faulkner, Günter Grass, Patricia Highsmith, Julio Cortázar, Jaime Sabines, Paul Auster, Charles Baudelaire, Simone de Beauvoir, Bertolt Brecht, Charles Bukowski, Chesterton, Arthur Conan Doyle, Joseph Conrad, Alexandre Dumas, Gustave Flaubert, Ramón Gómez de la Serna, Henry James Joyce, Rudyard Kipling, Francis Scott Key Fitzgerald, Clarice Lispector, Antonio Machado, Thomas Mann, Henry Miller, Octavio Paz, Benito Pérez Galdós, Arthur Rimbaud, Juan Rulfo, J R. R. Tolkien, Mark Twain, Jules Verne, Walt Whitman, Oscar Wilde, fumaban.
Orson Welles en El ciudadano Kane, Bette Davis en Sunset Boulevard, Humphrey Bogart en Casablanca, Marlon Brando en Un tranvía llamado deseo, Rita Hayworth en Gilda, Andrea Palma en La mujer del puerto, Cantinflas en Ahí está el detalle, David Silva en Campeón sin corona, James Dean en Gigante, Dustin Hoffman en El graduado, Paul Newman y Robert Redford en El golpe, Jean-Paul Belmondo en Sin aliento, Marcello Mastroianni en La dolce vita —y en todas sus películas—, Sean Connery en sus James Bond, Sigourney Weaver en Alien, Sharon Stone en Bajos Instintos, Mickey Rourke en Corazón satánico, Jeanne Moreau en Los amantes, Jessica Rabbit en ¿Quién engañó a Roger Rabbit?, Susan Sarandon y Geena Davis en Thelma and Louise, John Travolta en Pulp Fiction y Brad Pitt en El club de la pelea, fuman y ¡de qué manera!
Todo famoso fumaba, en la tele se fumaba, en los conciertos se fumaba, fumaban cantando: Alberto Vázquez, Tony Bennett, Frank Sinatra, Kurt Cobain, Tom Waits, Roger Waters, David Bowie y Los Rolling Stone, entre muchos otros.
Se fumaba en los estudios de grabación, se fumaba en los salones de clases —tanto el maestro como los alumnos, yo de hecho fumaba puro en la Facultad de Filosofía y Letras—, se fumaba en el cine, en los aeropuertos e incluso en los aviones —en la parte de atrás—. Ya no se diga en los bares, en los restaurantes de lujo, en los hoteles, en los teatros, en los lounges, en cualquier lugar. Vean una película —casi cualquiera, al azar— filmada en los años 60 y sabrán de lo que hablo.
Los médicos fumaban en sus consultorios y de hecho tenían ceniceros en las salas de espera, de todo tipo, incluso de esos de pie y también recomendaban algunos cigarrillos que no irritaban la garganta.
La gente se preciaba de fumar, era feliz fumando, porque aún no se conocían tan a fondo sus efectos nocivos que llevan a la culpa y que hoy tiene como resultado a unos pobres tipos fumando en la calle o en lugares especiales metiendo colillas a ceniceros repletos y sucios —nunca nadie los limpia—, agazapados en el frío o en el sol, frente a las malas caras de los ex o no fumadores, que los odian, que los desprecian.
¡Qué lejos estamos de toda esa cultura del tabaco! «Pronto no quedarán auténticos fumadores», como decía Théodore de Banville, y es cierto, será un vicio del pasado, una idea anacrónica, absurda, ilógica e inusitada a la vista de las nuevas generaciones que estarán peleando con otras cosas que matan, quizás la Coca Cola o las anfetaminas o el iPhone, vaya usté a saber.
