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Violencias contra mujeres

Luis de la Barreda Solórzano

Luis de la Barreda Solórzano

Es emocionante enterarse de que decenas de miles de mujeres han participado en las manifestaciones para exigir el cese de los feminicidios, los maltratos, los delitos de índole sexual, la impunidad de sus agresores y la discriminación sexista.

La revolución más profunda y más exitosa del siglo XX, sin un solo tiro, es la de las mujeres occidentales. Entre la situación de las de la generación actual y la de las de hace un siglo hay enormes diferencias. Los avances y las conquistas son impresionantes.

Pero esos avances y conquistas son insuficientes. Aún no se ha alcanzado la plena igualdad de oportunidades ni ha sido derrotado el sexismo depredador o humillante para dar paso a comunidades donde las mujeres no se vean sobajadas o agredidas en razón de su sexo.

La demanda principal de las manifestantes y las paristas fue el cese de la violencia contra ellas —física, sicológica, sexual, económica—, la cual ocurre en todos los ámbitos: la casa, la calle, el transporte, el trabajo, la escuela. Es que una mujer que vive constantemente asediada por esa violencia no es una mujer plenamente libre.

Una mujer debiera sentirse segura en todos esos ámbitos, tener la certeza de que su pareja, su expareja, los transeúntes, los conductores de vehículos, su jefe y sus compañeros de actividades laborales o escolares la van tratar con respeto, como corresponde a la dignidad humana.

Porque esa protesta contra la violencia fue la principal bandería en la manifestación del 8 y el paro del 9 de este mes, es reprobable que algunas manifestantes hayan atacado a las mujeres policías que vigilaban la marcha, las cuales en ningún momento fueron agresivas con las participantes.

Se ha comentado con razón que, por indignadas que estén las mujeres, no hay motivo para que dañen o destruyan monumentos y otros bienes públicos. Pero mucho más reprobable es que hayan atacado a otras mujeres que sólo se encontraban cumpliendo su deber sin cometer atropello alguno.

El grito de traidoras con que se ofendía a las agentes preventivas no tiene justificación alguna. ¿Qué causa estaban traicionando, a quiénes traicionaban, si solamente vigilaban la marcha sin intentar en instante alguno impedirla, obstaculizarla o interrumpirla?

Lo más grave, sin embargo, no fueron los gritos agraviantes, sino las agresiones físicas. Se arrojaron a las policías bombas caseras, palos, líquidos y botellas. Varias resultaron lesionadas. Ninguna respondió a las embestidas. Todas las soportaron estoicamente.

Una encapuchada metió la mano al casco de una mujer policía y le roció una sustancia que le quemó la mejilla derecha. La agresión ocurrió mientras un grupo trataba de quitar los escudos, jalándoselos, a las uniformadas. La lesionada, oficial segunda Lucero Velasco San Juan, de 25 años, ignora si la lesión dejará cicatriz.

Lucero montaba guardia sobre avenida Juárez sin estar obligada a estar allí en ese momento, alrededor de las 17 horas, pues su turno ya había concluido. Ella decidió quedarse por solidaridad, en apoyo a sus compañeras.

“Me siento muy triste —declaró Lucero— porque, al final de cuentas, somos mujeres y todos somos seres humanos, antes que mujeres somos seres humanos. Nosotras estamos para salvaguardar su vida y su integridad, para protegerlas, no para lastimarlas” (Reforma, 10 de marzo).

Mujeres, seres humanos, que no hacían sino cumplir con su deber, y lo hacían soportando acometidas a las que no podían responder porque esas eran sus instrucciones, las órdenes que tenían que obedecer para no poner en riesgo su empleo o incluso para no ser sometidas a un procedimiento administrativo.

Quienes las atacaron —una ínfima minoría entre las decenas de miles que marcharon pacíficamente— se comportaron como los agresores sexistas que atacan a mujeres que saben indefensas. Las mujeres policías que resguardaban la manifestación tampoco podían defenderse simplemente porque así se los habían ordenado.

La violencia de la que históricamente han sido víctimas las mujeres no puede ser justificación para que algunas de ellas agredan a otras de su mismo sexo no porque las agredidas tengan alguna responsabilidad de esa violencia, sino, sencillamente, porque son las que están al alcance y se sabe que esas agresiones —algunas muy crueles, como la que sufrió Lucero— quedarán impunes.

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