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Un año

Luis de la Barreda Solórzano

Luis de la Barreda Solórzano

Hoy se cumple exactamente un año de que la Organización Mundial de la Salud calificó el brote de covid-19, por la cantidad de contagios y de países involucrados, como pandemia.

Desde la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), la humanidad en su conjunto no enfrentaba un problema tan grave. La cifra de muertos es escalofriante: más de dos millones seiscientas mil vidas ha segado el nuevo coronavirus, según las estadísticas oficiales. Pero el número es mayor: no hay país que no tenga subregistro, pues no todos los fallecidos han sido diagnosticados. Solamente en nuestro país, tomando en cuenta el exceso de muertes de 2020 en relación con el año anterior, la cantidad de muertos ronda el medio millón. El luto ensombrece muchos hogares y muchos corazones. El virus se ha llevado a padres, hijos, cónyuges, hermanos, amigos, novias, novios.

De quienes han logrado superar la enfermedad, un segmento no insignificante ha quedado con secuelas graves en la salud y en el alma. El coronavirus ha dejado daños permanentes y severos en muchas de sus presas. Les ha afectado los pulmones, los riñones, el estómago, el corazón, la vista, los genitales o el sueño. No sólo: también ha vulnerado la confianza y el optimismo de las víctimas al mostrarles con toda crudeza su extrema fragilidad, la delgadez del hilo del que pende la vida, la indefensión ante ciertos ataques arteros de una enfermedad.

Y la angustia nos ha hecho compañía no sólo por el temor al contagio, sino por saber que las camas y los respiradores con que se cuenta para atender a los enfermos resultan insuficientes. Son desgarradores los relatos de los familiares de contagiados que recibieron en el hospital la respuesta de que no había sitio para un paciente más. Aunque no lo hayamos sufrido, podemos imaginar la sensación de irrealidad y sinrazón al recibir esa respuesta en el sitio en donde radicaban las esperanzas de que el ser querido fuera salvado de la muerte. Podemos imaginar la zozobra, la desesperación mientras se buscaba otra opción sin la certeza de que podría encontrarse.

Y el encierro, la fatiga indecible de las horas de confinamiento, la prisión domiciliaria, la ansiedad de paseos imposibles, la renuncia a encontrarse con alguien a quien se ama, se extraña, se añora. La sana distancia que nos veda el beso, el abrazo, el apretón de manos que tanta falta hacen. La renuncia al mundo en el que habíamos vivido siempre sin la sospecha de que podía esfumarse: adiós a los restaurantes, los bares, los cafés, los cines, los teatros, las librerías, las iglesias, los gimnasios, las piscinas, las reuniones con amigos. Y los niños sin poder jugar con los de su edad, sin salir a tomar el aire, a correr, sin ir a la escuela en la que no sólo se adquieren conocimientos impartidos por los profesores sino se aprende a socializar, a humanizarse.

Y las noticias diarias sobre el número de contagios y de muertos, y sobre los contagios o la muerte de conocidos. El café del desayuno más amargo aún porque no se puede, salvo que se tenga corazón de piedra, recibir esas noticias sin que el ánimo decaiga, sin que el alma sienta el retortijón de la pesadumbre, la turbiedad de una pesadilla que parecía interminable. Y la indignación al pensar que muchas de las muertes pudieron evitarse si nuestras autoridades no hubiesen actuado con tan descomunal negligencia, si hubiesen atendido desde el primer momento las recomendaciones de los especialistas.

Y, sin embargo, ya se ve la luz al final del túnel. Las pestes de siglos pasados fueron más mortíferas y duraderas. No se sabía cómo combatirlas o los antídotos tardaban mucho en descubrirse o estar listos. Ahora, en cambio, las vacunas se han fabricado en menos de un año y han empezado a aplicarse. Nada devolverá la vida a los muertos, pero la tasa de fallecimientos empezará a decrecer progresivamente. Volveremos a presencias, sitios y actividades que hoy echamos de menos y que hacen falta para darle más sabor y más color a la vida. La noche nunca es eterna.

Hemos aprendido que nada de lo que gozamos está asegurado y que todo puede desvanecerse si nos descuidamos o si la suerte nos da la espalda, y ese aprendizaje nos hará disfrutar más de todas esas cosas que hacen que vivir sea maravilloso.

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