La Corte calló
La Suprema Corte de Justicia de la Nación calló —por los votos de las tres ministras incondicionales del gobierno más el del ministro Alberto Pérez Dayán— y, al callar, cayó, como antes cayeron el Instituto Nacional Electoral y el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación.
La última esperanza se desvaneció al no alcanzarse en la Suprema Corte de Justicia de la Nación el mínimo de ocho votos para analizar el contenido de la reforma judicial. Por no contar con esa mayoría calificada, el alto tribunal no podrá conocer de recursos contra el contenido de reformas a la Constitución, aunque sean violatorias de derechos humanos.
Un Congreso dirigido por personajes de la calaña de Gutiérrez Luna, Monreal, Fernández Noroña y el otro López, y congresos locales que ni siquiera leen las iniciativas, podrán modificar nuestra ley de leyes a su antojo sin que haya modo de combatir esas mutaciones. Días amargos para quienes no tenemos alma de vasallos.
El ánimo de la concentración del martes pasado a las puertas de la Corte era festivo, de combatividad, coraje y esperanza. No fue fácil llegar allí. Numerosas vallas y policías cerraban arbitrariamente casi todos los accesos al Zócalo. Pero una multitud logró reunirse para expresar a los ministros su apoyo y su confianza en ellos.
La Corte calló —por los votos de las tres ministras incondicionales del gobierno más el del ministro Alberto Pérez Dayán— y, al callar, cayó, como antes cayeron el Instituto Nacional Electoral y el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación. El proyecto del ministro Juan Luis González Alcántara proponía, con sólidos argumentos, que se invalidaran las partes más tóxicas e inaceptables de la demencial reforma.
Faltó un voto para salvar la democracia, la independencia y la inamovilidad judiciales. Al no convertirse el proyecto en sentencia, no les hizo falta al gobierno y al Congreso desacatarla. “La mayor parte del poder del autoritarismo —advierte Timothy Snyder— le ha sido otorgado libremente. En tiempos como éstos, los individuos se anticipan a lo que querrá un gobierno más represivo, y después se ofrecen sin que nadie se los pida. Un ciudadano que se adapta de esa manera está enseñándole al poder lo que es capaz de hacer” (Sobre la tiranía).
Los más brillantes constitucionalistas y diversos organismos internacionales se han manifestado contra la reforma con razonamientos que ni el expresidente ni la Presidenta ni los abyectos legisladores oficialistas han tratado de refutar. No, su única contestación ha sido la muy grotesca de que esa reforma obedece a la voluntad del pueblo.
La contestación es un monumento demagógico. En primer lugar, el pueblo no les dio el mandato de destruir a los poderes judiciales. Más allá de que el concepto pueblo es bastante confuso y multívoco, no se realizó una consulta en la que se preguntara a los ciudadanos si estaban de acuerdo en que se destituyera automáticamente a todos los juzgadores del país y sus sucesores fueran elegidos en las urnas entre los aspirantes seleccionados por los poderes estatales.
En segundo lugar, la mayoría de los ciudadanos no votó por el partido gobernante y sus satélites. La suma de quienes votamos por los partidos de oposición más los que se abstuvieron es mayor que la de los que sufragaron por el oficialismo. ¿Nosotros no formamos parte del pueblo?
En tercer lugar, aunque esa reforma la hubiera ordenado el pueblo, no todo lo que decide la mayoría, o aun la totalidad de la población, es legítimo. Nunca lo es aquello que atropella los derechos humanos o los principios democráticos. La reforma viola la división de Poderes, la independencia y la inamovilidad judiciales, los derechos laborales de los juzgadores, y el derecho de todos a una justicia imparcial y de calidad.
“Ningún consenso, por amplio que sea, está facultado para pasar por encima de la Constitución y mucho menos para derogar los principios fundamentales que nos definen como una República… que se fundamenta en la división de Poderes”, sostuvo en la sesión del martes la admirable ministra presidenta Norma Piña.
Me entristece pensar que los estudiantes de derecho con vocación por la carrera judicial saben ahora que no llegarán a jueces o magistrados los mejor formados, sino los cercanos a alguno de los Poderes, y que los alumnos con vocación por el litigio saben ahora que tendrán que litigar no ante jueces y magistrados independientes y con sólida formación jurídica, sino ante juzgadores de dudosa preparación elegidos desde el poder.
Dios y los dioses nos libren de ser víctimas de algún abuso de autoridad, pues ya no tendremos poderes judiciales con la capacidad, la disposición y el valor de enmendar el abuso.
