¡Ay, Venezuela!

Le tengo cariño a Venezuela. Imposible no sentir tristeza ante la ruina del país: más de la mitad de la población en pobreza extrema y brutal desabasto de alimentos, medicinas y otros productos básicos; inflación galopante; altísima tasa de homicidios que el gobierno oculta; el Poder Judicial y el Poder Legislativo sometidos; medios de comunicación clausurados...

Durante 12 años consecutivos acudí a la Universidad del Zulia, en Maracaibo, Venezuela, a impartir durante dos semanas una asignatura en la Maestría Latinoamericana de Ciencias Penales y Criminológicas. Hice muy buenas amistades entre las académicas universitarias (en el instituto que se encargaba de la maestría el 90% del personal académico era femenino), destacadamente con la gran criminóloga Lolita Aniyar.

Los fines de semana viajaba a diferentes ciudades y regiones. Dormí en la selva de Canaima al arrullo de las enigmáticas comunicaciones entre los animales; abordé el teleférico más largo —12.5 kilómetros— y alto —4,765 metros— del mundo en Mérida (que años después sufrió un accidente que costó varias vidas) para subir hasta la cima de Pico Espejo; me bañé en las playas de Isla Margarita; bebí ron y café en terrazas de Caracas hojeando El Nacional, el mejor diario del país (que después sólo se publicó en edición digital, pues se le negó el papel), admirando el paso de las bellísimas mujeres venezolanas.

Impartí una charla sobre las características que debe reunir el ombudsman, que estaba a punto de crearse en Venezuela con el entusiasmo de los académicos estudiosos de esa institución y de buena parte de la población. Entonces nadie sospechaba que la denominada Defensoría del Pueblo sería capturada por el chavismo de manera similar a como en México lo fue la Comisión Nacional de los Derechos Humanos por el obradorismo.

A petición de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos realicé un peritaje sobre las figuras delictivas del Código Penal venezolano que criminalizan las críticas a los funcionarios del gobierno, caso en el que la Corte Interamericana condenó al gobierno chavista. Esa condena fue uno de los motivos, si no es que el principal, por los que el Estado venezolano abandonó la Convención Americana sobre Derechos Humanos.

Como habrán comprendido los lectores, le tengo cariño a Venezuela. Imposible no sentir tristeza ante la ruina del país: más de la mitad de la población en pobreza extrema y brutal desabasto de alimentos, medicinas y otros productos básicos; inflación galopante; altísima tasa de homicidios que el gobierno oculta; el Poder Judicial y el Poder Legislativo sometidos; medios de comunicación clausurados por informar y opinar acerca de la catástrofe del país; diáspora de ocho millones de venezolanos, la cuarta parte de la población; asesinatos de participantes en manifestaciones pacíficas; encarcelamiento de opositores tras farsas de juicio que incluyen tortura; complicidad del gobierno con el narcotráfico, y arrasamiento de todo vestigio democrático.

Tenía la esperanza de que Maduro respetara el resultado de la elección presidencial del pasado domingo no por decencia —no la conoce ese miserable—, sino espoleado por los gobiernos del continente que han tenido que recibir a multitudes de venezolanos y por el aislamiento que le ha ocasionado la reprobación internacional.

María Corina Machado, la admirable líder de la oposición, denuncia un gigantesco fraude electoral. Con 81% de las actas en las manos, demuestra que el candidato opositor, Edmundo González, obtuvo el 67% de los sufragios contra el 30% de Maduro. Pero el Consejo Nacional Electoral venezolano es lo que la denominada 4T pretende hacer en México con los organismos electorales, y declaró vencedor al tirano sin exhibir las actas.

El mundo democrático y la OEA desconocen el resultado. El Presidente mexicano y su próxima sucesora condenan el “injerencismo”: que el dictador siga aplastando a sus gobernados sin que nadie se entrometa. Las calles de Venezuela son escenario de protestas multitudinarias. Se han derribado estatuas de los tiranos como sucedió en los países de Europa del Este cuando los ciudadanos se empezaron a librar de las dictaduras comunistas. El régimen ha respondido con una represión brutal: al momento en que escribo estas líneas hay 12 asesinados, más de 700 detenidos y cientos de desaparecidos.

Por lo visto, a tiranos de esta calaña no hay manera de quitárselos de encima. Su codicia de poder es de naturaleza tan ruin y perversa que, por decirlo con las palabras con que Dante caracterizó toda codicia, nunca consigue calmar su afán. No les importa, con tal de perpetuarse en el gobierno, arruinar a sus países.

¡Ay, Venezuela, cómo deseo que logres librarte de la desgracia que te oprime desde hace tantos años!

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