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Destellos históricos

Juan José Rodríguez Prats

Juan José Rodríguez Prats

Política de principios

 

Después de todo, un opositor es una especie de cura para la paranoia.

Guillermo Cabrera Infante

 

En tiempos de Tarquinio el Soberbio (Roma, 509 a.C.), vivía una mujer que destacaba por su belleza: Lucrecia. El hijo del rey no le iba a la zaga para cometer todo tipo de atropellos. Aprovechando la ausencia del esposo, violó a la susodicha beldad, lo cual ocasionó un acto de heroísmo y dignidad. Frente a varios testigos, ella se suicidó al tiempo que pronunciaba estás inmortales palabras: “Para que nadie oculte su deshonor utilizando mi nombre”. Este acontecimiento, que ya referí en otra ocasión, detonó una gran rebelión del pueblo y el nacimiento de la República, fortaleciendo al Senado y dividiendo el poder en varios depositarios, con serias limitaciones en su ejercicio.

En su tragedia Antígona, Sófocles escribe en el año 441 a.C., que ésta, desobedeciendo las órdenes del rey Creonte de Tebas, da sepultura a su hermano señalado como traidor. Ella alega que, sobre las órdenes de los hombres, había un derecho superior que en conciencia debía acatar. Ahí está uno de los antecedentes en la defensa de los derechos humanos.

Posteriormente (63 a.C.), se dio un debate que se ha venido repitiendo. Cicerón pronuncia sus famosas Catilinarias, atacando al conspirador y subversivo Catilina, quien buscaba el poder. Fue derrotado, prevaleciendo la República y sus instituciones.

En el año 44 a.C. fue asesinado Julio César de 29 puñaladas por los senadores. A Bruto, quien los encabezaba, se le atribuye una frase: “Amo a Julio César, pero amo más a Roma”. Evidentemente, había señales de que este último era un peligro para la República por su ambición de acumular poder. Por razones y condiciones similares, fueron decapitados Carlos I en Inglaterra (1649) y Luis XVI en Francia (1793).

En 1215, los nobles de Inglaterra, percibiendo a un monarca débil, Juan sin Tierra, lo obligaron a firmar la carta magna que obliga al gobernante a la rendición de cuentas y a responder la lista de agravios cometidos durante su desempeño.

En 1776, se firma el Acta de Independencia de Estados Unidos, que inicia con una sencilla reflexión: “Hay verdades evidentes por sí mismas”, entre las que destaca “el derecho a la búsqueda de la felicidad”, depositando así responsabilidades elementales en la persona. En ese mismo año, Adam Smith publica su libro La riqueza de las naciones, núcleo de la teoría económica hasta nuestros días.

En 1789, en Francia se da la Declaración de Derechos Humanos, cuyo artículo 16 dice que carecen de Constitución aquellas naciones que no legislan sobre derechos humanos y división de Poderes.

En 1863, Abraham Lincoln pronuncia un breve discurso de 400 palabras, de apenas dos minutos de duración y que concluye con las siguientes palabras: “…vea renacer la libertad que el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo no desaparezca de la faz de la tierra”.

Podríamos continuar con esta lista de acontecimientos y pensamientos que conforman la teoría del Estado y la doctrina de la democracia. Quedan para otra ocasión los destellos históricos de nuestro país.

Una cosa queda clara: ha sido preocupación fundamental, desde las más incipientes experiencias para organizar a la sociedad —que eso es a final de cuentas el Estado—, intentar detener los abusos del poder.

Todo esto viene a cuento por dos eventos que están en los extremos: la extraordinaria manifestación del 13 de noviembre que nos hace recuperar el ánimo y la confianza en nuestra capacidad para ser ciudadanos y la insólita convocatoria del Presidente para votar por su partido en el Poder Legislativo para, a través de una bancada sumisa y obediente, gobernar a su antojo. Ahí están las dos corrientes de pensamiento que se vienen enfrentando desde nuestra independencia: quienes apuestan por el Estado de derecho y los autócratas que hacen de la violación a la ley su tarea cotidiana.

De nosotros depende el desenlace.

 

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