Tártaro
La obra de Sergio López Vigueras se presenta en el Teatro Julio Castillo hasta el próximo 5 de febrero.
Aunque la mitología griega nunca fue un lugar de terror para el espíritu humano, como lo anota Edith Hamilton en Mitología (Perla Ediciones, 2021), la primera imagen que tuve del tártaro fue una alucinación producida por la fiebre de una varicela tardía y la primera lectura de los mitos griegos.
Aquella serie de imágenes, construidas de forma cinematográfica, transcurrían al interior de una caverna donde la temperatura derretía los huesos y las pupilas. Era un paisaje rojizo, envuelto en relámpagos y habitado por minotauros de lava sobre un mural caótico que pudo haber sido pintado por El Bosco —como en Visión del más allá—, una pesadilla que me sumergió en un mar de bruma, polvo y ceniza, tal como le sucede al protagonista de Tártaro. Réquiem de cuerpo presente por el niño que aprendió a matar.
“Hierve el aire./ Se evaporan las pestañas y se marchita la jalea de los ojos./ La playera se me funde al pellejo en una nueva piel,/ chicharrón de chapopote”, nos dice el protagonista al inicio de este monólogo poético, que retrata la historia de un niño sicario, para sumergirnos en un abismo sin retorno mientras su cabeza flota en el aire, en esa oscuridad de tres capas que alguna vez imaginó Hesíodo.
“Una inmensa llanura prieta de vacío./ No siento la piel./ No siento el límite de mi cuerpo y hace frío./ Entra el frío hasta la médula del hueso y lo hace temblar,/ tiembla el hueso, cada hueso,/ tiemblo,/ y no me puedo mover ni parar la tembladera./ ¿Es la tierra negra la que llena mis ojos de oscuro?/ ¿O es el horizonte apagado en la noche sin luna?/ No distingo arriba ni abajo./ No siento el peso de mi cuerpo”.
Todo eso nos dice el protagonista (encarnado con precisión por Bernardo Gamboa) durante el primer minuto de esta obra que escribió Sergio López Vigueras (Ciudad de México, 1985), un heraldo negro de la dramaturgia que nos obsequia este poema apocalíptico del México contemporáneo, en un viaje de iniciación que es llevado a escena por David Psalmon (Francia, 1973), con la genialidad de una gorgona que petrifica al espectador y que entrega una pieza que perdurará en la memoria.
Y hablo de memoria porque, luego de tres temporadas, este montaje de TeatroSinParedes se presenta en el Teatro Julio Castillo (hasta el 5 de febrero, de jueves a domingo) para despedirse de forma definitiva de cartelera. Todos tendrían que ver Tártaro una vez y advertir que no se trata de una simple tragicomedia ni de un lamento amargo; tampoco es un panegírico, sino el canto de un lobo solitario que revela, con brutalidad, hasta qué punto la violencia se ha enquistado en nuestro ADN.
¿SIN PLAN DE RESCATE?
Un tártaro administrativo vive el Instituto Nacional de Bellas Artes y Literatura (INBAL), pues Lucina Jiménez aún no anuncia el diagnóstico de sus escuelas de artes —como el Conservatorio Nacional de Música, La Esmeralda y la Escuela Nacional de Arte Teatral, entre otras— ni el presupuesto para atender las carencias que, en diciembre pasado, desnudó la comunidad estudiantil afuera del Palacio de Bellas Artes (Excélsior, 14/12/2022).
Uno esperaría que el próximo 24 de enero, cuando Alejandra Frausto tenga su primer encuentro del año con los medios –se le olvidó a la titular de Cultura su promesa de hacer encuentros cada mes–, también aparezca Lucina con el plan de rescate y que ahora sí lleve tiempo para responder preguntas y no como ocurrió el pasado 15 de diciembre, cuando le pedí unos minutos al final de un evento en la Sala Manuel M. Ponce para hablar sobre éste y otros pendientes, pero respondió con la frase “¡Hoy no!”, mientras su jefa de prensa, Lilia Torrentera, repetía: “¡No me vengas a hacer el desorden!” ¿Acaso estamos ante funcionarias de medio tiempo o será que ya perfilan el camino de sus aspiraciones políticas rumbo a 2024? Como sea, ya pasó un mes y las dudas siguen sin resolverse.
