Huella desdibujada
El Museo Panteón de San Fernando, construido en 1832 y clausurado en 1871, alberga alrededor de 500 sepulcros.
Más que un espacio de sepultura, el Museo Panteón de San Fernando es una huella histórica que expone un repertorio de criptas y mausoleos del siglo XIX, algunas vacías y otras no, que permiten un acercamiento a la arquitectura funeraria más antigua de la capital, la cual podría asombrar hasta al visitante más distraído, por su estilo y originalidad.
Este cementerio, construido en 1832 y clausurado en 1871, alberga cerca de 500 sepulcros de distintas dimensiones y está asociado a nombres como Benito Juárez, Melchor Ocampo, Martín Carrera, Vicente Guerrero, Francisco Zarco, Miguel Miramón y Mariano Riva Palacio.
Aunque también debería ser conocido porque aquí fue colocado un nicho de homenaje a la bailarina estadunidense Isadora Duncan, quien falleció estrangulada por su propia pañoleta; o por Antonio Castro, uno de los actores de teatro más destacados del siglo XIX, o por el empresario y diplomático Juan de la Granja, célebre por haber instalado el primer telégrafo electromagnético en nuestro país, entre otros más.
Evidentemente, el espacio funerario más visitado y fotografiado es el que aloja los restos de Benito Juárez y de Margarita Maza, su esposa, junto con los de cinco de sus 12 hijos (José María, Antonio, María Guadalupe, Amada y Francisca Juárez y Maza), quienes están en el corazón del museo-panteón. Su ficha histórica indica que este mausoleo fue realizado por decreto de Porfirio Díaz, develado en 1880 y erigido durante ocho años, con el trabajo de algunos de los mejores escultores de la época; tiene estilo neoclásico, con mármol de Carrara y cantera, y está flanqueado por 16 columnas que sostienen un techo de piedra para simular una especie de templo griego.
Sin embargo, este cementerio, también utilizado como escenario de recorridos y visitas teatralizadas, requiere una restauración profunda en la mayoría de los sepulcros, los cuales lucen un deterioro innegable, desde hundimientos diferenciales en algunas capillas, erosión y fractura de piedras, recubrimientos y daños en herrería, así como filtración de agua de lluvia en nichos y encharcamientos que abonan al desmoronamiento de diversas lápidas, sin dejar de lado la falta de identificación de numerosas criptas, las fichas con información austera y una museografía improvisada, a base de cartoncillo y caligrafías afantasmadas. ¿Ése es el interés en preservar la huella histórica de este espacio?
Basta con observar, por ejemplo, el mausoleo del político y militar Martín Carrera, hecho de cantera rosa, de casi tres metros de altura, con forma de un casco de combate, el cual carece de cerrojos o de algún límite para impedir el acceso. Observemos también la casi imperceptible lápida del periodista e historiador Francisco Zarco o el sepulcro de Vicente Guerrero (cuyos restos mortales fueron exhumados y llevados a la Columna de la Independencia), protegido por una reja, pero afectado por goteras que han desprendido parte del aplanado de su bóveda.
Si bien este panteón fue restaurado en 1967, un año antes de llevarse a cabo los Juegos Olímpicos en nuestro país, y nuevamente en 2005, sigue siendo un espacio olvidado y de corto alcance, pese a contar con las declaratorias como Monumento Histórico (1936), Zona de Monumentos Históricos (1981), Patrimonio Mundial, por formar parte del Centro Histórico de la CDMX (1987), y Museo de Sitio (2006).
Ojalá que algún día este museo-panteón se integre verdaderamente a los recintos culturales de la capital y que no quede como una curiosidad para un puñado de turistas. Y lo mismo se puede decir respecto a la Parroquia de San Fernando, a un costado, que sigue en restauración, a siete años de los sismos de 2017, el cual, supuestamente, deberá estar lista en diciembre próximo. Ya veremos.
