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Dos caras del INAH

Juan Carlos Talavera

Juan Carlos Talavera

Vórtice

El Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) cumplió 84 años de vida y sus funcionarios lo celebraron, el pasado jueves, con el tradicional mensaje de saco y corbata en el Museo Nacional de las Culturas del Mundo, donde evocaron los cimientos, la historia, las glorias, y recitaron la fórmula obvia: ‘el compromiso de proteger el patrimonio arqueológico, histórico, antropológico y paleontológico’, exaltando los trabajos en Santa Lucía y el área maya.

Sin embargo, ese “compromiso” tiene dos caras. Por un lado, es claro que sí se puede y se debe destacar el trabajo profesional de investigadores, conservadores, museógrafos, curadores y excavadores, quienes en su mayoría realizan una labor anónima, y se pueden sumar exposiciones y proyectos socorridos, como el rescate de los restos de mamuts en Santa Lucía, el impulso desorbitante del área maya y la repatriación de fragmentos del patrimonio.

Pero, en la otra cara aparecen temas como el saqueo de vestigios, el robo de arte sacro, el descuido de sitios menos conocidos y la falta de garantías para que los cerca de mil 700 eventuales —entre personal operativo y arqueólogos— tengan un contrato justo, que no los ubique en la nómina como plomeros, herreros y cerrajeros, sin considerar su especialización.

¿Por qué una institución casi nonagenaria cierra los ojos ante la realidad que viven sus colaboradores y acepta, con resignación o indiferencia, que operen sin ser contratados según las funciones que realizan?

A esto se suma la falta de dinero para empujar una larga lista de proyectos de excavación y de rescate en sitios que no pertenecen a la cultura maya, especialmente en el norte y occidente del país, así como la falta de vigilancia y protección del legado en todo el territorio nacional. ¿Es mucho? Sí, pero es parte de su obligación.

Recordemos la desaparición de vestigios mayas y del empedrado original del Camino Real de Campeche (2013); el deterioro de las terrazas de la cultura xochimilca y la degradación de la pirámide de Yohualichan (2014); el daño en los sitios de Xico (Estado de México), Lagunillas (Michoacán) y en los montículos 40 y 41 de Mitla; el limitado rescate de vestigios en el Vaso del Lago de Texcoco (2015); la afectación del Caño Quebrado en el complejo arqueológico Tetzcotzinco (2020); la vandalización de las pinturas rupestres en La Pintada, Oaxaca (2021), y la inexplicable intervención fallida en la pintura mural en la Exhacienda de Arroyozarco (2022).

La lista sigue. Así que, en vez de ceremonias, aplausos y felices recuerdos, Diego Prieto, titular del INAH, y sus colaboradores tendrían que hacer un ejercicio de autocrítica para replantear las capacidades y las necesidades de una dependencia clave para México.

EN EL INALI

El Instituto Nacional de Lenguas Indígenas (Inali) se encuentra acéfalo desde el pasado 16 de enero, luego de que Juan Gregorio Regino concluyera su periodo al frente de dicho instituto, sin que hasta el momento las autoridades hayan formalizado el hecho.

Llama la atención que, el pasado 24 de enero, la titular de Cultura federal, Alejandra Frausto, durante su primer encuentro con la prensa —esperemos que no sea el único del año—, no aludió el tema, pero sí se refirió a la renuncia de Pablo Raphael de la Madrid, quien dejó la dirección de Festivales Culturales y hasta anunció como su relevo a Mariana Aymerich, extitular del Festival Internacional Cervantino (Excélsior, 25/01/2023).

Imagino que, en este caso, Frausto evitó caminar por el terreno pedregoso de la controvertida fusión entre el Inali y el Instituto Nacional de los Pueblos Indígenas (INPI) y llamar la atención de escritores, académicos y promotores de lenguas indígenas como el chontal, el chocholteco e ixcateco, quienes han criticado abiertamente la medida.

 

 

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