Delirios en el FIC
El montaje operístico de La carrera de un libertino, de Stravinski, es una apuesta ingeniosa, divertida e irreverente.
En el arranque del 50 Festival Internacional Cervantino (FIC) me tomó por sorpresa la ópera La carrera de un libertino (The Rake’s Progress), de Ígor Stravinski, un montaje alucinante y estrambótico que será recordado como una apuesta ingeniosa, divertida, irreverente y un tanto pop.
No fue del gusto de todo el público, pero la apuesta de Mauricio García Lozano (director de escena) e Iván López Reynoso (director concertador) mantuvo a la mayoría en su asiento por casi tres horas –pese a que una lápida sería más suave que la sillería del Teatro Juárez–, sólo para conocer el destino del miserable Tom Rakewell.
Juan Arturo Brennan nos dice que esta ópera, dividida en tres actos, tiene un cimiento poético en los grabados del artista inglés William Hogarth y la describe así: el joven Rakewell (Emilio Pons) se marcha a Londres en busca de fortuna —dejando a su amada Anne Trulove (Marina Monzó)—, pero aparece Nick Shadow (Thomas Dear), con oferta de riquezas y otras tentaciones, y se establece un vínculo entre ellos que concluirá al cabo de un año y un día.
En ese tiempo, Shadow convence a Rakewell de casarse con una mujer barbuda, Baba la Turca, y de involucrarse con una máquina que, supuestamente, convierte piedras en panes, pero al cumplirse el plazo, Shadow —algunos preferimos al viejo Mefistófeles, de Goethe— revela su identidad y reclama el alma de Rakewell.
El resto deberán descubrirlo en ese montaje exuberante que hace un buen manejo del desnudo, aunque tiene algunos excesos (una botarga de oso), y retrata con ironía el delirio de un campesino que se convierte en el protagonista de una ciudad voyerista, que captura cada instante en Instagram. Esta ópera es un viaje surrealista que deben ver.
FAST FOOD
Es lamentable que a los organizadores del FIC, que encabeza Mariana Aymerich, no les haya parecido imprescindible asignar un espacio digno y tiempo suficiente para que cada artista o agrupación converse con la prensa. En su lugar, hemos visto una serie de charlas estilo fast food (una por día, a las 10:00 horas), donde amontonan a cinco o hasta siete artistas de espectáculos distintos, quienes improvisan, en menos de una hora, un saludo y un mensaje atropellado sobre su presentación para luego recibir una pregunta y, en algunos casos, ni eso.
Es claro que no les importa el contenido, sino rellenar formularios para saldar el engorroso trámite de la prensa y demostrar que es posible hacer más en menos tiempo, sin importar cómo ni a costa de qué. Sin embargo, ésas no son conferencias de prensa, son pic-nics universitarios con bocadillos libres de gluten, que demuestran la displicencia del FIC por los artistas, a quienes tratan como píldoras de alto consumo en un mundo feliz sin proteína.
A este apunte le agrego las siguientes preguntas: ¿En qué le beneficia al Cervantino el que se presente, en la Alhóndiga de Granaditas, un grupo de K-pop que necesita del playback? Sí, sí, ya sé que hubo mucha gente y que la gran tribu alzó el celular desde la butaca o en la tribuna callejera para llevarse un cachito de espectáculo a casa, pero ¿es eso el nuevo espíritu cervantino?
Es posible que nadie lo diga en voz alta, pero también habría que revisar la calidad de los hoteles donde hospedaron a cantantes e invitados, quienes fueron afectados por la humedad y un ataque de chinches.
No creo que todo sea malo en el FIC. Ahí estuvo María Katzarava, el Attacca Quartet, y vendrán Jaroussky, Dudamel, Marsalis y muchos más, pero en este arranque no se ve un festival cultural, sino a un equipo que intenta capitalizar una marca, con funcionarios que buscan el brillo de las masas a costa de lo que sea. Es pronto para decirlo, pero, en un futuro, el Cervantino podría ser la ‘fiesta comercial del espíritu’.
