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Los acuerdos estigmatizados

Jorge Fernández Menéndez

Jorge Fernández Menéndez

Razones

Los acuerdos tienen mala fama en la política nacional. Nos gusta el enfrentamiento, la polarización, como si acordar algo con los adversarios o enemigos pareciera ser un pecado capital, el diálogo pareciera que sólo se puede realizar con los propios y en ocasiones, como ocurre con la Presidencia de la República, ni siquiera con todos, sólo con algunos elegidos. Llegar a un acuerdo legislativo implica haberlo hecho en lo oscurito (como si los grandes acuerdos políticos a lo largo de la historia se hubieran tejido a la luz pública), o peor aún, que de por medio estuvieron coerciones, amenazas, compra descarada de votos.

Hay casos así, en México y en el mundo, pero, en realidad, los acuerdos políticos entre fuerzas, incluso enfrentadas, son una realidad pragmática en todas las democracias del mundo y no tienen por qué ser vergonzantes: el partido Liberal en Alemania ha gobernado con socialcristianos y socialdemócratas durante años y estos dos grandes partidos cogobernaron con Angela Merkel en época de crisis. En el Congreso de Estados Unidos los votos, mucho más personales que alineados a los partidos en muchos temas, se negocian con base en acuerdos de todo tipo, incluyendo presupuestales. En Brasil, Lula da Silva, el candidato de centroizquierda, lleva como candidato a vicepresidente a un reconocido militante de centroderecha. En España, el PSOE prefirió llegar a acuerdos para aumentar gastos de defensa con sus adversarios del PP que con sus aliados de Podemos, reacios a ese aumento.

En México, todo acuerdo, si no es contra algo o alguien, es objeto de sospecha. Durante el gobierno de Carlos Salinas, los acuerdos establecidos por esa administración con el PAN, que permitieron una amplia red de reformas constitucionales, incluyendo varias de la agenda panista, como el de la relación Iglesia-Estado, fueron calificadas como concertacesiones, porque se reconocieron triunfos panistas en algunos estados y se simplificó lo que fue un trabajo legislativo notable del oficialismo y de personajes panistas como Diego Fernández de Cevallos.

Cuando Ernesto Zedillo decidió no intervenir como presidente en los comicios del 2000, que ganó Vicente Fox, siempre se dijo que había entregado la elección por un acuerdo con el PAN. Nadie lo pudo demostrar y, en realidad, todo era más sencillo: Zedillo dijo que iba a respetar el resultado y lo hizo. Años antes cuando el PRI perdió por primera vez, en 1997, la mayoría en la Cámara de Diputados ante un bloque opositor, hubo quienes quisieron intervenir y desconocer esos acuerdos que habían realizado los partidos de la oposición para lograr una escasa mayoría sobre el PRI, buscando manos negras en unos acuerdos que, simplemente eran producto de la política.

Felipe Calderón cuando ganó las elecciones de 2006 le ofreció al PRI establecer un gobierno de coalición, que el tricolor rechazó. Se llegaron a acuerdos en el Congreso, pero siempre con una actitud reticente del PRI y la oposición frontal del PRD, lo que impidió sacar algunas de las reformas que, paradójicamente, ahora apoya Morena y rechaza el PAN.

Desde Peña Nieto, el PAN y el PRD fueron estigmatizados por el naciente Morena y por muchos medios, por la firma del Pacto por México, que incluyó reformas muy importantes en diversos ámbitos, como la energía y la educación. No es verdad que se hayan comprado los votos para sacar esas reformas que ya estaban en la agenda del PRI y el PAN. Pero desde la propia Presidencia de la República se mantiene hasta hoy esa narrativa.

Esta semana, en el Senado se sacó adelante la reforma al quinto transitorio que permitirá la presencia militar en tareas de seguridad pública hasta el 2028. Se aprobó en el Senado con el voto del oficialismo más ocho votos del PRI y dos del PRD. Esos votos habían sido en contra de la minuta que presentó la Cámara de Diputados sobre el tema la semana pasada, luego de una sesión atropellada y fast track en la Cámara baja.

Ahora se aprobó con varios compromisos nuevos, básicamente de control legislativo sobre el accionar militar y una importante partida para el desarrollo de las policías estatales y municipales. Es verdad que algunos senadores y senadoras chapotearon en el estercolero en esa sesión, pero otros, como Claudia Ruiz Massieu, a pesar de votar en contra, dio un voto razonado y profundo, y de paso respondió a la increíble patanería de Félix Salgado Macedonio.

Yo creo que es un buen acuerdo, producto de las negociaciones de Ricardo Monreal con la oposición, que tiene una base que no se puede ocultar: como hemos dicho muchas veces no hay un solo gobernador o presidente municipal importante que haya rechazado esa presencia militar en seguridad pública. El tema es para los gobiernos locales, incluso más crucial que la adscripción de la Guardia Nacional a la Defensa y en términos de mediano plazo también, como lo hemos explicado, es clave por una sencilla razón: si en marzo del 2024 se retira a las fuerzas militares de la seguridad pública, los integrantes de la Guardia Nacional, cuya enorme mayoría son militares con servicios sociales, prestaciones y obviamente grados, tendrían que decidir entre quedarse allí o regresar a las Fuerzas Armadas y, por supuesto, que regresarían para no perder toda su carrera y la Guardia se convertiría en un cascarón institucional.

Poco de eso se discutió en el Senado y se reflejó en los medios, porque todo se redujo a los insultos, las acusaciones de compra de votos, de amenazas judiciales o de reproches por las mutuas y evidentes incoherencias históricas, y poco sobre las soluciones institucionales que un desafío tan delicado como la inseguridad, implica.

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