Las nuevas dinastías del escándalo: cuando la fama se hereda… y el ruido también

Gustavo A Infante

Gustavo A Infante

Última palabra

*El caso Aguilar es paradigmático porque demuestra cómo una dinastía artística puede pasar, en muy poco tiempo, del pedestal al centro del huracán.

Durante muchos años, si uno hablaba de familias escandalosas en el

espectáculo mexicano, los nombres salían casi de memoria: los Rivera, con sus pleitos interminables; los Guzmán-Pinal, con dramas heredados, excesos públicos y conflictos familiares ventilados sin pudor. Parecía que nadie podría destronarlos del podio del escándalo. Pero el espectáculo, como la vida, se renueva. Y hoy, en este 2025 que ha sido pródigo en polémicas, hay dos apellidos que encabezan el famoso “escandalómetro”, esa medición no escrita, pero muy real de quién genera más ruido mediático: los Aguilar y los Villarreal.

Empecemos por la familia Aguilar, una dinastía que durante décadas fue sinónimo de tradición, respeto, mexicanidad y valores. Pepe Aguilar era el heredero natural del prestigio de Antonio Aguilar y Flor Silvestre, y durante años cuidó con celo una imagen impecable. Pero algo se rompió. De pronto, cada declaración, cada gesto, cada entrevista parecía calculada no para calmar las aguas, sino para agitarlas aún más. Pepe, Ángela, Leonardo, todos —sin excepción—, han contribuido a un clima de confrontación constante, declaraciones fuera de tono y posturas que, lejos de unir, dividen. Ángela Aguilar, particularmente, ha pasado de ser la niña prodigio de la música regional mexicana a convertirse en una figura polarizante. Lo que dice, cómo lo dice y cuándo lo dice siempre genera reacción. Y a ese cóctel explosivo se sumó Christian Nodal, quien ya traía su propio historial de polémicas, pleitos legales, rupturas mediáticas y declaraciones impulsivas. El nacimiento de la pequeña Inti, lejos de ser un punto de paz, terminó por colocar a todos los involucrados bajo una lupa aún más intensa. Amor, desamor, indirectas, silencios estratégicos y declaraciones ambiguas han hecho de esta familia —biológica o política— la reina absoluta del escándalo actual. El caso Aguilar es paradigmático porque demuestra cómo una dinastía artística puede pasar, en muy poco tiempo, del pedestal al centro del huracán. No por su música, que sigue siendo exitosa, sino por la narrativa paralela que se construye fuera de los escenarios. Hoy, cualquier movimiento suyo se mide en titulares, likes y polémicas. El escándalo se volvió parte del negocio… aunque no necesariamente del legado. Pero si los Aguilar dominan el escándalo desde lo mediático y lo discursivo, la familia Villarreal lo hace desde el drama crudo, doloroso y profundamente preocupante.

El caso de Alicia Villarreal es, sin exagerar, uno de los episodios más fuertes que hemos visto en años recientes. Un divorcio con Cruz Martínez que no sólo fue escandaloso, sino alarmante. Infidelidades, acusaciones públicas, señalamientos de violencia intrafamiliar y, lo más grave, un supuesto intento de feminicidio que sacudió a la opinión pública. Alicia decidió hablar. Denunciar. Exponer. Y eso, en un país como el nuestro, no es poca cosa. Su testimonio abrió conversaciones incómodas, necesarias, sobre la violencia que muchas mujeres viven incluso dentro de relaciones aparentemente exitosas. Pero lejos de terminar ahí, el drama escaló. Un nuevo novio apareció en escena y, con él, nuevos conflictos. Pleitos con el padre de sus hijos, confrontaciones públicas y un ambiente cada vez más tenso. El golpe más duro, sin embargo, vino desde adentro. Melenie, la única hija mujer de Alicia Villarreal, tomó una postura pública en contra de su propia madre. Y cuando un conflicto familiar llega a ese nivel, ya no estamos hablando de chismes de revista: estamos hablando de heridas profundas, de fracturas emocionales que difícilmente se reparan frente a las cámaras. La familia Villarreal se convirtió, sin quererlo o queriéndolo, en un retrato doloroso de cómo el escándalo también puede ser tragedia. Lo más interesante —y revelador— de este fenómeno es que ambas familias han desplazado por completo a las viejas dinastías del escándalo.

Los Rivera, que durante años dominaron la conversación, parecen haberse quedado anclados en pleitos del pasado. Los Guzmán, con todo y su historia intensa, ya no generan la misma sorpresa ni el mismo impacto. No se actualizaron. El público se acostumbró a su drama. Y en el espectáculo, lo repetido deja de escandalizar. Hoy, el escándalo se mide en tiempo real, en redes sociales, en reacciones inmediatas. Y ahí, los Aguilar y los Villarreal llevan la delantera. No necesariamente porque quieran ser protagonistas del conflicto, sino porque cada uno de sus movimientos toca fibras sensibles: la paternidad, la maternidad, la violencia, la herencia, el poder, el ego y la exposición pública.

La pregunta es inevitable: ¿hasta dónde puede llegar el escándalo sin destruir lo que se ha construido durante años? Porque una cosa es vender discos, llenar palenques o encabezar festivales, y otra muy distinta es cargar con el peso de una narrativa familiar rota. El aplauso se va, la polémica pasa, pero las consecuencias emocionales permanecen. Hoy, las nuevas familias del escándalo ya están definidas. Los apellidos cambiaron, pero la fórmula sigue siendo la misma: fama, conflictos no resueltos y micrófonos siempre encendidos. Ojalá que, en medio de tanto ruido, también llegue la reflexión. Porque el verdadero escándalo no es lo que se dice… sino lo que se rompe cuando se dice.

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