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El rígido rostro de la fatalidad

Fernando Islas

Fernando Islas

 Cuentan los historiadores de arte que Frida Kahlo no tenía ni idea de que fuera una artista surrealista has­ta que André Breton se lo dijo. En ese tenor se podría ubicar al fotógrafo Enrique Metinides (1934-2022), fallecido esta semana. Si Metinides inició su labor periodística a los 11 o 12 años, su celebridad definitiva como artista de la lente le llegó ya en edad de disfrutar de los nietos y retirado de las redacciones.

En una larga mutación, sus instantáneas de nota roja pasaron de formar parte de la talacha de la información cotidiana a las salas de galerías de las grandes capitales del mundo, como Nueva York o Londres, donde curado­res y críticos se rindieron ante un discurso visual trágico, sin dejar al margen posibles reparos morales. A nadie le parecerá ni simpático ni agradable ver a un familiar o a un amigo expuesto, tal cual, minutos después de su muerte.

Pero la obra de Enrique Metinides se forjó a base de puro trabajo. Jamás escuchó el canto de las musas. Acaso siempre este maestro-fotógrafo pensó en entregar el mejor material posible para los periódicos y demás publicaciones en las que colaboró, sobre todo para La Prensa, sin mayor pretensión que recorrer la ciudad y, ni modo, aguardar la desgracia en alguna de sus calles o la cita con la muerte de algún desdichado.

Le gustaba a Metinides mostrar una foto suya del Hotel Regis en ruinas, sobre aveni­da Juárez, producto del terre­moto del 19 de septiembre de 1985. A unos pasos de ese sitio que albergó el lujo y el glamur de toda una época mexicana inició, “por cosas del destino”, según relataba, su carrera como fotógrafo, pues su padre tenía un local en el que vendía cámaras y rollos, mismos que también revelaba. Así, Enrique Metinides empezó de chamaco una aventura de altos ries­gos por la que lo llamaron El niño.

No suena coherente que un pequeño deambule entre policías y médicos forenses, pero hubo un tiempo en que cualquier oficio se hacía con la práctica, sin universidades ni diplomados, hasta ganarse el respeto de los colegas. En suma, de manera precoz, desde finales de la década de los 40, Metinides, sin imaginarlo, integró una obra por la que se convirtió, durante la transición de los milenios, en au­téntica leyenda.

Sobre una de sus exposiciones de 2010 encontré en la red de redes un texto del crítico y pintor Kurt Shaw, que sintetiza, a mi parecer, la voluntad del maestro: “Aunque Metinides nunca se consideró a sí mismo un artista, en los años recientes su trabajo ha sido aclamado por la crítica gracias a su maestría por capturar la emoción, incluso la belleza, en el rígido rostro de la fatalidad. Así, Metinides atrapa el lado oscuro de la vida en la Ciudad de México y alimenta el deseo de los lectores (de los periódicos de nota roja) por la sangre y la violencia”.

Las hijas de Enrique Metinides planean crear una fun­dación o un museo que conserve el legado de su padre, consistente en no sólo miles de fotos y negativos, lo que por sí solo tiene un alto valor como archivo histórico, sino su colección de juguetes, en especial de carritos de policía y de camioncitos de bomberos, deleite para los especialistas en el tema (La Jornada, 11-V-2022).

Sobre esta tarea, la propia Cruz Roja podría impulsar esa iniciativa a través de sus grandes patrocinadores, a la que podría sumar a alguna universidad y demás empresas, por ejemplo, pues esa noble institución reconoció siempre a Metinides como el creador de las claves radiales para una comunicación más eficiente entre los paramédicos para identificar las emergencias.

Con una cámara, Enrique Metinides logró abrir muchos frentes.

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