Si Molière despertara... (2da parte)

“La hipocresía es el colmo de todas las maldades”.

(En la primera parte, el autor reflexiona sobre la diversidad de pensamientos y la importancia que hay en que debemos rodearnos de diversas formar de ver la vida, porque justo ahí radica el éxito de los proyectos).

En tiempos históricos y recientes, así como en la actualidad —vaya que es irrebatible— jamás faltan en la sociedad, descendientes y alentadores de los “cándidos tartufos”. Se asumían como “portentosos” seres que se consideraban “oráculos” y reclamaban para sí la posesión de la verdad y la encarnación de la virtud.

Admiradores y promotores de conductas maniqueístas, les fascinaba separar al mundo en dos bandos polarizados: los buenos y los malos. A veces por hastío, otras por inconformidad. Pero las más, por ignorancia, nos hacían creer que, en la penumbra de la vida política, todos los gatos son pardos.

Estos seres “casi angélicos”, que nos venían a rescatar de la ignominia en la que habíamos vivido, nos hacían caer en cuenta que nos hospedábamos en una posada llamada “La omisa ignorancia”.

Nos mostraban que la humanidad se divide en los ungidos, que eran ellos, y los demás, se manifestaban como engendros de la inmoralidad. Se erigían como perdonavidas y tomaban bajo su “cándida custodia” y su convenenciero interés, el precepto de “el que no esté conmigo, está contra mí”.

Todo se volvía “kafkiano” si los demás no llegaban a entender la “visionaria” manera de pensar.  Adquirían el derecho de censurar a todos. Los que no sabían conjugar el verbo de la misma manera, eran personas que “andaban en taparrabos”.

Los míticos duendes, que llegaron en su momento, predicando ideas sociales vanguardistas, terminaron revelándose como una manada de lobos con piel de oveja.

En algunos casos, los “blanqueados sepulcros”, promulgaban hasta la comunicación angelical. Eran hábiles expositores de alocuciones mesiánicas y vociferaban como si la dogmática voz de Savonarola los poseyera.

Estas mediocres copias de Torquemada estaban continuamente dispuestos a levantar hogueras inquisitoriales, donde iban a terminar los “herejes y simples pecadores”, por no concurrir con sus dichos y sus hechos.

Absolutos poseedores de la verdad, si el jefe les pedía aplicar el severo código de su dogma, eran capaces de sacrificar a Juana de Arco. Al pie de un púlpito imaginario, lanzaban tajantes anatemas y fulminaban con sus interdictos, “plenos de sabiduría”.

“Nada es más despreciable que basar el respeto en el miedo”, diría Albert Camus.

Sentían que, si Luis XIV viviera, acudiría presuroso a pedirles sus “eruditos consejos” con el fin de aplicarlos en su gobierno absolutista. La famosa frase del Rey Sol “El Estado soy yo”, se queda corta ante la “iluminada y pragmática interpretación de la realidad” de estos semidioses.

Como en la afamada novela de DostoievskiLos hermanos Karamázov— los “serviciales y gallardos” soldados estaban listos a inmolar al propio Jesucristo. Igual que cuando el gran inquisidor condena la falta de ambición de poder terrenal del nazareno; la abierta promoción al libre pensamiento y la tolerancia.

Después de emotivos discursos donde pregonaban que el servicio público era la mayor de todas las vocaciones, terminaban menospreciando y abominando a las personas.

Eran los “prodigiosos creadores y detentores del pensamiento único”. Y peor aún, con necedades como consigna, los necios menores admiraban aquellas y buscaban proponer otras de “mayor envergadura”.

Diría Cristo: “Qué arroje la primera piedra el que esté libre de pecado” ... y de errores.

Nadie, absolutamente nadie es capaz de hacerlo. Pero como apuntara en su Tartufo, Jean Baptiste PoquelinMolière—: “La hipocresía es el colmo de todas las maldades”.

Añadámosle, como epílogo, otra frase cautivante y demoledora del propio Molière: “Las personas no están jamás tan cerca de la estupidez como cuando se creen sabias”.

La vorágine de crear del gobierno un modelo de negocios, los corrompió hasta el tuétano de sus huesos y se olvidaron de la gratísima e insondable tarea del servidor público. Como personas y ciudadanos debemos aprender a desconfiar de falsos predicadores de la virtud, la verdad y la beatitud.

Se convierten en personajes, como Tartufo, que a través de hipócritas colaboraciones y fingidas alianzas, engañan al cándido y muchas veces al no tan ingenuo.

Muy a menudo, nos vemos envueltos en insanos delirios de “tartufismo”. Y nos vemos confrontados con aquellos que, a partir del severo código de su dogma, juzgan y descalifican a cualquiera.

Simplemente, porque ellos creen poseer la verdad absoluta; sienten que son la personificación de la virtud y presumen encarnar postulados mesiánicos.

¿Qué pensarían las abnegadas madres de estos tartufos si leyeran, con sensata imparcialidad y sin conocer los nombres reales, la novela sobre la vida de sus amados retoños?

Si Molière despertara... seguramente se sorprendería al ver que Tartufo es un imberbe adolescente junto a nuestros “aclamados personajes” de la historia reciente.

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