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Las razones de un Estado

Antonio Peniche García

Antonio Peniche García

Desde la penumbra

“El primer signo de corrupción en una sociedad es: el fin justifica los medios”.

George Bernanos

 

A los ojos de Maquiavelo, Julio César comete, lo que podría decirse, un terrible delito. Lo equipara con Catilina. Antepone su ego y su visión personal de César al de la República.

Tan es así, que el autor no duda en criticarlo enérgicamente, ya que en su opinión es el temible demoledor de la República romana, obra extraordinaria de ciencia y sapiencia política.

Julio César era el magistrado supremo de una antigua república y cuya tarea principal, era fortalecer y conducir a la prosperidad a esa Roma republicana.

Habría que leer también sus Discursos sobre la primera década de Tito Livio para comprender su pensamiento de manera integral y donde el autor defiende a la República.

Mientras tanto, César Borgia recibe alabanzas y homenajes. Es merecedor de ellos, de acuerdo a su personal análisis, ya que Borgia no sólo no destruye nada, sino que organiza políticamente una región que era gobernada de forma lamentable y desastrosa.

Un nido de ratas, una madriguera de bandidos. Seres que sólo pensaban en sacar provecho para ellos mismos. No en gobernar y administrar un Estado.

Entendiendo la profundidad del pensamiento de Maquiavelo, lo más trascendente de su obra se debe a que es el primero de los grandes escritores, después de siglos, para quien las razones de Estado son más importantes que las razones personales del príncipe.

Antes habían sido los monarcas o príncipes hereditarios de sangre, “ungidos por Dios”, los que eran llamados a gobernar al pueblo y al Estado. Algunos fueron de noble corazón y otros, una ruinosa desazón.

Maquiavelo pone, constituye al Estado por encima del monarca.

El príncipe, el monarca o dirigente debe tomar conciencia de que su papel será aplicar la ley y ser un instrumento que actúe en beneficio del Estado.

El príncipe no es la razón de ser de un Estado. Es al revés, el gobernante debe de estar al servicio de éste.

Si el monarca tiene razones de Estado, prudentes, justas y sensatas, para imponer la paz, el progreso, la prosperidad de su pueblo, debe tomar medidas por el bienestar de la mayoría.

Medidas que tendrán que ser valientes y afanosas. En muchos casos, serán duras, tremendas, tal vez violentas.

Pero siempre, siempre... deben justificar el bienestar de la población. De las mayorías.

De aquellas que salen todos los días a estudiar, a emprender, a arriesgar. De las que educan, de las que curan, de las que atienden, de las que enseñan...

De las personas que trabajan, viven y conviven en una nación. De aquellas que con nobles intenciones persiguen el bienestar de sus familias.

De las que esperan que el Estado les proporcione seguridad y un ambiente de paz para desarrollarse, crecer, prosperar y apoyar a que su país, también progrese.

Es aquí donde se debe enmendar la famosa frase que muchos emplean y de donde se origina el “supuesto pensamiento maquiavélico”. Aunque no viene explícita en sus escritos, sí resume muy bien su pensamiento.

“El fin justifica los medios”.

Hemos dado vuelta durante casi cinco siglos y no se ha podido eliminar la tremenda aporía que conlleva la enunciación “maquiavélica”.

Sin embargo, no podremos desmadejar el nudo central en el que nos hemos metido, si no vislumbramos el fondo del asunto.

 Crueldad, perfidia y lo que se requiera, no son más que medios a los que el gobernante debe recurrir para la consecución del fin fundamental y absoluto para el cual fue electo: salvaguardar, administrar y conservar al Estado para beneficio de sus ciudadanos.

Nunca de los suyos propios o de intereses particulares.

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