La noche en que Managua se vino abajo: el terremoto de 1972 que cambió al país
El terremoto de 1972 destruyo Managua en segundos y expuso fallas urbanas, científicas y políticas que marcaron el rumbo de Nicaragua moderna

A las 12:29 de la madrugada del 23 de diciembre de 1972, Managua dormía con la calma engañosa de las vísperas. Faltaban horas para la Navidad y la ciudad, todavía encendida por los comercios y las reuniones familiares, no imaginaba que estaba a punto de desaparecer.
El sacudón fue seco, brutal, definitivo. Treinta segundos bastaron para quebrar el pulso de la capital nicaragüense. El terremoto, de magnitud 6.2 en la escala de Richter, no fue el más grande del siglo, pero sí uno de los más devastadores que recuerde América Latina.
La clave estuvo bajo tierra. El hipocentro se localizó a apenas cinco kilómetros de profundidad, justo debajo del corazón urbano. Tres fallas geológicas —Tiscapa, Los Bancos y Chico Pelón— se activaron casi al unísono, como si la ciudad hubiese sido sacudida desde adentro. Una ciudad construida para caer
Las construcciones no tuvieron oportunidad. El taquezal, técnica tradicional basada en madera, barro y piedra, colapsó como si fuera cartón húmedo. Casas, mercados, cines y oficinas se vinieron abajo en cadena, atrapando a miles de personas mientras dormían.
A los pocos segundos llegaron las réplicas. Dos movimientos fuertes, de magnitudes cercanas a 5.0 y 5.2, terminaron de derrumbar lo poco que seguía en pie. Managua quedó a oscuras, sin agua, sin comunicaciones y sin una idea clara de lo que acababa de ocurrir.
Los incendios comenzaron casi de inmediato. Las tuberías rotas y la falta de presión impidieron combatir el fuego, que avanzó sin control por varias manzanas del centro. El resplandor de las llamas iluminó una ciudad en ruinas. Cifras imposibles y una capital borrada
Las cifras nunca fueron exactas. Se habla de entre 10 mil y 20 mil muertos, más de 20 mil heridos y decenas de miles de personas sin hogar. Muchos cuerpos fueron enterrados en fosas comunes, otros jamás fueron identificados.
El 90 por ciento del centro urbano quedó destruido. Alrededor de 600 manzanas se perdieron por completo. Managua, como entidad reconocible, dejó de existir esa madrugada.

La ayuda internacional comenzó a llegar en cuestión de horas. Aviones con alimentos, medicinas y equipos de rescate aterrizaban sin pausa. El mundo miraba a Nicaragua con solidaridad y urgencia. La tragedia convertida en botín político
Pero la catástrofe pronto reveló otra grieta, más profunda y corrosiva: la política. El régimen de Anastasio Somoza Debayle asumió el control absoluto de la ayuda, y con ello, de su distribución… y de su desvío.
Las denuncias de corrupción se multiplicaron. Sangre donada fue vendida, suministros desaparecieron y contratos de “limpieza” y reconstrucción quedaron en manos de empresas vinculadas a la familia Somoza. La catástrofe se convirtió en negocio.
El descontento social creció como nunca antes. Empresarios, estudiantes y sectores populares, hasta entonces distantes entre sí, comenzaron a coincidir en una misma conclusión: el régimen era irreformable.
El terremoto no derribó al somocismo de inmediato, pero sí resquebrajó su legitimidad. A partir de 1972, el Frente Sandinista de Liberación Nacional encontró un terreno fértil para ampliar su base de apoyo. Una capital sin corazón
Mientras tanto, el centro de Managua quedó congelado en el tiempo. A diferencia de otras ciudades, no se reconstruyó sobre las ruinas. El riesgo sísmico llevó a prohibir nuevas edificaciones en amplias zonas.
La capital comenzó a crecer hacia los bordes, sin planificación clara. Surgió así una ciudad dispersa, fragmentada, sin un corazón urbano definido. Managua se volvió una capital “sin centro”.
Algunos edificios resistieron como islas de concreto. El Banco de América y el Hotel Intercontinental —hoy Crowne Plaza— quedaron en pie, contrastando con el vacío que los rodeaba.
Otros quedaron como esqueletos. La antigua Catedral de Santiago, mutilada y silenciosa, se convirtió en un recordatorio permanente de la fragilidad humana frente a la tierra. El sismo que cambió la ciencia y la historia
Desde el punto de vista científico, el sismo marcó un antes y un después. Es uno de los terremotos más estudiados del mundo y obligó a replantear los códigos de construcción en Centroamérica.
Diversos estudios técnicos posteriores precisaron que el terremoto del 23 de diciembre de 1972 tuvo una magnitud momento estimada entre 6.2 y 6.3, pero con una intensidad máxima de grado X (extremo) en la escala de Mercalli en el centro de Managua, debido a la escasa profundidad del hipocentro —entre 4 y 5 km— y a su carácter superficial y cercano a fallas locales, según reportes del Servicio Geológico de Estados Unidos.
De acuerdo con datos recopilados por la Comisión Económica para América Latina y el Caribe, las pérdidas económicas superaron los 800 millones de dólares de la época, equivalentes a más del 40% del PIB nicaragüense de 1972.
Asimismo, informes citados por Excélsior en retrospectivas históricas señalan que alrededor de 300 mil personas —casi la mitad de la población de Managua entonces— quedaron desplazadas, lo que convirtió al sismo en uno de los desastres urbanos más costosos y socialmente disruptivos del siglo XX en América Latina.
Managua nunca volvió a ser la misma. El terremoto de 1972 no solo destruyó una ciudad: alteró el rumbo político del país, redefinió su geografía urbana y dejó una lección que aún hoy, más de medio siglo después, sigue temblando en la memoria colectiva.
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