Ayer, Donald Trump firmó una orden ejecutiva declarando el fentanilo “arma de destrucción masiva”. La orden autoriza al Pentágono y al Departamento de Justicia a usar recursos normalmente reservados para amenazas nucleares, químicas y biológicas. “Ninguna bomba hace lo que esto está haciendo”, proclamó Trump. Hemos estado aquí antes.
Hace veintidós años, Colin Powell sostenía un vial ante la ONU argumentando que Saddam Hussein poseía “armas de destrucción masiva”. Bush y siete altos funcionarios de su administración hicieron, al menos, 935 declaraciones falsas sobre armas de destrucción masiva en Irak. El resultado: cientos de miles de muertos, una región desestabilizada y, años después, la admisión de que esas armas nunca existieron.
La retórica actual es idéntica. La administración afirma repetidamente que los grupos internacionales de tráfico de drogas no son redes criminales motivadas por ganancias, sino organizaciones destinadas a desestabilizar a Estados Unidos. El mismo argumento que justificó lo de Irak.
El problema: Venezuela y Sudamérica no son conocidos como centros de producción o exportación de fentanilo. John Walsh, director de Política de Drogas en la Oficina de Washington sobre Asuntos Latinoamericanos, lo dijo sin ambigüedades: “No hay fentanilo proveniente de Venezuela o del resto de Sudamérica”. El fentanilo se oculta en paquetes, carga aérea o contenedores, originándose en laboratorios con químicos precursores chinos, traficados a través de México.
Pero los hechos son un inconveniente menor. Desde septiembre, Estados Unidos ha ejecutado ataques aéreos contra embarcaciones en el mar Caribe matando, al menos, a 87 personas en 22 ataques conocidos. Cuando se le preguntó si consideraría acciones similares contra México y Colombia, Trump respondió: “Seguro lo haría”.
La orden del lunes es la construcción jurídica de un pretexto. Al clasificar el fentanilo como arma de destrucción masiva, Trump establece el marco legal para intervenciones militares. Como señala el historiador Alexander Aviña, Estados Unidos ha usado la guerra contra las drogas como otra forma de avanzar los diseños geopolíticos imperiales estadunidenses en el Hemisferio Occidental.
Es el macartismo renovado. El enemigo cambia (ahora son “narcoterroristas”), pero la estrategia permanece: pánico moral, amenazas infladas, respuesta militarizada.
Para México, la administración ha usado el fentanilo como excusa para aumentar aranceles y los ataques en aguas internacionales podrían expandirse a territorio mexicano. Colombia está en la mira pese a no producir fentanilo. China es señalada como proveedor de precursores.
Es la construcción jurídica de un pretexto. Al clasificar el fentanilo como arma de destrucción masiva, la administración Trump está estableciendo el marco legal para intervenciones militares bajo el disfraz de la “guerra contra las drogas”.
Venezuela es el principal blanco. Diez mil soldados a bordo de diez buques de guerra estadunidenses, incluido un submarino nuclear, patrullan el Caribe sur. Pero si realmente se tratara de combatir drogas, Venezuela carece de sentido como objetivo. La verdadera intención es cambio de régimen. Igual que en Irak.
Trump usa el mismo lenguaje apocalíptico de los Bush, construye el mismo caso para guerra con amenazas exageradas. La orden de ayer lunes no es salud pública. Es militarización de su política exterior.
México, Colombia, Venezuela y China deben entender que esto no es política antidrogas. Es la construcción deliberada de un caso para intervención militar. La pregunta no es si Trump usará la fuerza. Ya lo hace. La pregunta es qué tan lejos llegará.
Sabemos cómo termina esta película. La vimos en Irak. Y el hecho de que las “armas de destrucción masiva” estén o no ahí, es realmente lo de menos…
