Catorce años por el atentado
La violencia física es sólo el último escalón de la violencia verbal patrocinada desde el más alto nivel.

Yuriria Sierra
Nudo gordiano
La sentencia de 14 años de prisión contra Armando Escárcega, alias El Patrón, por la autoría intelectual del intento de asesinato de Ciro Gómez Leyva, confirma lo que ya sabíamos desde aquella madrugada de diciembre de 2022: alguien quiso matar a mi compañero de Imagen Televisión por hacer su trabajo. Pero la condena —resultado del meticuloso trabajo de investigación que realizó Omar García Harfuch cuando era secretario de Seguridad de la Ciudad de México, al desmantelar la célula que operó el ataque— también revela algo más inquietante: la facilidad con la que se puede ordenar el asesinato de un periodista en México y la indiferencia sistemática con la que respondemos como sociedad.
El ambiente que rodeó aquel atentado no surgió de la nada. Durante seis años, las mañaneras de López Obrador funcionaron como un púlpito desde el cual se azuzó el odio contra medios y periodistas que no comulgaban con la narrativa oficial. La estrategia era simple y efectiva: señalar, descalificar, convertir a comunicadores en enemigos públicos. Cuando el poder político normaliza el discurso de que los periodistas son adversarios que merecen ser combatidos, no debería sorprendernos que alguien decida llevar ese mensaje a su conclusión lógica: el gatillo. La violencia física es sólo el último escalón de la violencia verbal patrocinada desde el más alto nivel. Los números son brutales. El sexenio de AMLO cerró como uno de los más letales para el periodismo mexicano: más de 40 periodistas asesinados, según registros de organizaciones de derechos humanos. Cada muerte fue acompañada de las mismas palabras vacías desde Palacio Nacional: condenas tibias, promesas de investigación, discursos sobre libertad de expresión que chocaban con la realidad de un presidente que dedicaba horas semanales a atacar por nombre a quienes lo criticaban.
Ahora El Patrón dice que fue el CJNG quien lo contrató para matar a Ciro. Quizá sea verdad. Quizá no. Francamente, ése no es el punto central. Lo que importa es que estamos poniendo la mesa para que la violencia contra comunicadores y periodistas no tenga ningún costo, ni para los criminales ni para los actores políticos. Hemos construido un sistema donde asesinar a un periodista tiene un costo bajo o nulo para quien lo ordena. Un sistema donde los criminales encuentran incentivos para eliminar voces incómodas, y donde los actores políticos han aprendido que pueden señalar blancos sin consecuencias. La impunidad no es un error del sistema: es el sistema mismo.
La sentencia de 14 años contra Armando Escárcega es importante, sí. Pero es apenas un peldaño en una escalera que tendríamos que estar bajando, no subiendo. Porque mientras no haya costos políticos reales para quienes desde el poder legitiman (o peor: azuzan) la violencia contra comunicadores, mientras no desmantelemos esta economía política del crimen que hace rentable el silencio a bala, cada sentencia será apenas una curita en una herida que, en México, sangra cada vez peor. Y la próxima vez que suene un disparo contra un periodista –porque habrá una próxima vez– tendremos que preguntarnos si realmente nos importó, como sociedad, lo suficiente para evitarlo. Y si mueren los periodistas, muere el periodismo. Y si muere el periodismo, sí, también muere la democracia.