Logo de Excélsior                                                        

¡Ave, Alfonso!

Yuriria Sierra

Yuriria Sierra

Nudo gordiano

No sólo es lo que las nominaciones representan. Desde luego que escuchar los nombres de tantos mexicanos a los que les siguen aplausos en todo el mundo es causa de alegría, de motivación para quien hoy, en la soledad de una habitación, sueña con llegar tan lejos como le sea posible. Desde luego que el trabajo de Alfonso Cuarón, Marina de Tavira, Yalitza Aparicio, Eugenio Caballero y el resto del crew de esta producción de Netflix es razón suficiente para la celebración inevitable. Millones de felicitaciones a todos. Pero, más allá de todo lo que en el showbiz nacional e internacional representan las 10 nominaciones al Oscar de Roma y que hacen que cada vez sean más los nombres de connacionales que se conocen en el orbe, más allá de las portadas, de las entrevistas, de la presencia en alfombras rojas, más allá de todo el glamour que rodea una industria como la del entretenimiento, en la que a veces, lejos de ser una, de hacer equipo, se divide y pelea batallas perdidas de antemano, más allá del orgullo, Roma hizo de una historia narrada desde el corazón, un discurso que busca contribuir en ese camino que busca llevarnos a ser una sociedad más justa. Pero no sólo eso: también está logrando demostrar que al pasado sólo se puede voltear cuando se han puesto ambos pies en el futuro. Ahora me explico.

Hace unas semanas, el mismo Alfonso Cuarón celebró que su cinta, hoy multinominada, sea bandera de causas sociales. Un orgullo evidente para un artista que nunca ha mostrado temor en país alguno para expresar su pensamiento. Meses antes, sin saber en lo que se convertiría su película, tuvimos una conversación en la que me expuso las razones que lo hicieron filmar Roma, en una de las primeras entrevistas que dio por este proyecto: “Toda una clase media o una gran parte de la clase media y las clases altas dependen mucho de las trabajadoras domésticas y, sin embargo, el trato que se les da es realmente injusto (...) A los mexicanos nos gusta decir que nuestro país no es racista, sino clasista, como si eso fuera mejor. Y no es cierto, México es racista y muy clasista, aunque al mexicano le cuesta mucho trabajo aceptar eso (...) Apuntamos mucho el dedo hacia las injusticias y lo que el gobierno de Estados Unidos está haciendo con los migrantes, sin embargo, no estamos apuntando el dedo con la intensidad, con la misma intensidad de cómo México trata a los migrantes cruzando hacia nuestras fronteras…”. Haciendo esta obra maestra, Alfonso Cuarón resuelve, incluso, el conflicto seudointelectual que ya podía preverse por una parte de la izquierda mexicana respecto al tema de la desigualdad y el privilegio: no es a través de la confrontación estéril, sino a través de la aceptación profunda de nuestras historias de amor mutuo, de reconocernos en la humanidad del otro y, a partir de ahí, asumir la responsabilidad que esto conlleva, que podremos resarcir esa milenaria brecha que ha existido ahí desde siempre, y casi siempre sin nombrarse. Alfonso nos invita a nombrar, pero hacerlo desde el amor y la empatía, nunca desde el odio o el resentimiento. Porque sólo así podrá resolverse verdaderamente. Los seres humanos solamente aceptamos cuidar aquello que amamos: empecemos por aceptar cuánto nos hemos amado los mexicanos a lo largo de los tiempos. Porque Cleo, sí. Pero también a decenas de mexicanos y mexicanas en nuestras respectivas historias de vida: hacia arriba o hacia abajo en el escalafón socioeconómico; hacia un lado o hacia el otro, en el espectro de la ideología; hacia adentro o hacia afuera, en nuestros sentidos de pertenencia. ¿Cuánto amor no sentimos los unos por los otros hace apenas un año retirando escombros tras un terrible terremoto? El problema es que somos cobardes para nombrarlo, cobardes para reconocerlo y cobardes para asumir las obligaciones de nuestros cariños. Y eso nos ha llevado a límites insoportables de desigualdad. No verlo es un acto voluntario y autodestructivo de miopía.

Roma nos ha dejado varias lecciones, porque, además de lo que genera como la pieza de arte que es, cualidad ya reconocida por la Academia en Hollywood y varios reconocimientos en el mundo, devela los vicios sociales contra los que lucha. Cuentan que Yalitza Aparicio encontró aquí los primeros muros, sí, en nuestro país. Las representaciones en México de algunas grandes marcas rehusaron vestirla en sus primeras sesiones fotográficas, mexicanos contra una mexicana y, mientras eso sucedía, estas firmas, pero representadas en el extranjero, se peleaban por ser la elección de quien hoy es la segunda mexicana en ser nominada a Mejor Actriz. México vuelto el cangrejo. Cangrejo que incluso toma forma de “progre”, porque Roma debió ser la historia de una revuelta, de un incendio.

Cuarón, una vez más, con ambos pies puestos en el futuro: la única forma asertiva de modificarlo es cuando convences al “adversario” de que no lo es. Y eso, también en eso, la Roma de Alfonso estará inaugurando oficialmente el nuevo imperio del entretenimiento: los exhibidores del mundo, las televisoras del mundo, la industria del entretenimiento del mundo, ayer debieron admitir que frente a un imperio no hay guerra que no esté perdida de antemano: desde ayer, todos los caminos llevan a Roma… y a Netflix. No verlo, también es un imperdonable acto de ceguera.

En ambos temas (y seguro en tantos más, que tengan que ver con proezas cinematográficas que no son mi especialidad), Cuarón se alzó ayer como el nuevo César. Empecemos, pues, por un entusiasta “¡Ave, Alfonso!”

Comparte en Redes Sociales