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En memoria de Jorge Luis Espinosa

Víctor Manuel Torres

Víctor Manuel Torres

CUARTO DE FORROS

El próximo miércoles se cumplirá una década del fallecimiento de Jorge Luis Espinosa, ese comiteco ilustre que me prodigó su amistad por algunos intensos, luminosos, literarios y, sobre todo, divertidos años. La muerte sorprendió a este destacado periodista cultural cuando acababa de salir del horno un libro suyo, cuya presentación dejó pactada. En memoria del fuego, así se titula esta antología de textos periodísticos que publicó en 2009 el antiguo Conaculta; se presentó de manera póstuma el jueves 19 de noviembre de aquel año. Tuve el privilegio de formar parte de esa mesa y las siguientes líneas son extractos del texto, hasta ahora inédito, al que di lectura aquella noche en la Librería Rosario Castellanos del Fondo de Cultura Económica (FCE). Sirvan, pues, como un homenaje al “hermanito”.

Ese animal literario que en mi recuerdo siempre será Jorge Luis Espinosa y que habitó varias secciones culturales y algunas oficinas de comunicación, nos dejó un libro que traza su trabajo periodístico de manera sucinta y ejemplar; que lo describe como un lector obstinado, como un reportero solvente y, sobre todo, como un escritor preocupado por la nota y ocupado por la forma. Ése era Jorge Luis. Su talento y su carácter gentil, persuasivo y malicioso fueron una clave poderosa que le facilitó la entrada a esas redacciones y a esas instituciones culturales, a saber: unomásuno, Milenio, El Independiente, El Universal, FCE y Conaculta.

Lector inagotable, puntilloso, memorioso, Jorge Luis lo mismo recitaba a voz en cuello los versos calcinantes del vate chileno Gonzalo Rojas, que las luciérnagas verbales de un poeta de su tierra: Enoch Cancino Casahonda. Tal era la amplitud de su criterio como lector, condición que le fue siempre de gran utilidad a la hora de hacer su trabajo periodístico, una intensa labor de años que ahora se reúne (al menos una muestra) en este libro que, desde mi punto de vista, nació con el propósito de otorgarle un carácter menos efímero a los textos reunidos. Proporcionarles, pues, mayor tiempo de vida. Con la ausencia de Jorge Luis ese propósito asegura su pertinencia, pues bastará con leerlo para que el autor traspase el umbral de ese “oscuro deseo de trascendencia”, frase acuñada por Vicente Leñero.

Quizá la mejor característica de su escritura es la construcción de figuras idiomáticas que, de tanta lectura, a Jorge Luis se le fueron quedando en el tintero como recursos literarios. Por ejemplo, B. Traven, a quien en un texto publicado en Milenio Diario, en enero de 2002, describe eficazmente como “un fantasma literario” o “un eterno fugitivo”. Y es precisamente ese texto sobre B. Traven el que arroja otro rasgo distintivo de la escritura periodística de Jorge Luis: el humor. Resulta que una de las tesis que B. Traven dejó manifiesta en una de sus crónicas reunidas en el libro Tierra de la primavera consiste en asegurar nada menos que la cuna de la civilización era Chiapas. Traven, se decía en un párrafo de esa nota, “sostenía la opinión de que el origen de la humanidad se dio en las selvas del hemisferio occidental, en las tierras del sureste mexicano, particularmente en Chiapas”. Nada más conveniente para un “comiteco universal” como Jorge Luis.

Por último, una estampa. En la sección cultural de la revista Milenio Semanal, hace ya casi 20 años, aparecía un espacio llamado La perversión de la mirada. En ella se publicaba una fotografía y un texto que la describía. Se procuraba lograr un contrapunto entre una imagen y las pocas líneas que hablaban de ella. Un día le encargué una “foto comentada” a Jorge Luis. Me entregó, tras varios días de presión de mi parte, una vieja instantánea en blanco y negro en la que aparecía una carcomida y abandonada fábrica de “no sé qué” en Comitán, cuya tétrica presencia despertaba gran temor en un pequeño Jorge Luis que, niño aún, trataba de evitar a toda costa pasar por ahí, según relató en ese texto. Esa imagen de niño temeroso frente a la tenebrosa construcción me quedó como una impronta en la memoria. Me remite a él inexorablemente. Hoy, quiero imaginarlo, Jorge Luis traspasó por fin sin temor ese viejo castillo embrujado. Hoy ya no tiene más temor de su fantasmagórica fachada. Hoy ha cruzado ese umbral llevado de la mano de un niño, él mismo, y ninguno de los dos siente miedo alguno ya.

 

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