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¿Seguimos comprando el boleto?

Víctor Beltri

Víctor Beltri

Nadando entre tiburones

Uno, dos, tres. El ilusionista sonríe y prosigue hablando mientras toca, con una varita, el sombrero de copa que tiene ante sí, y lo muestra vacío a un público que lo observa expectante. Lo deja sobre la mesa, las palabras continúan y tras un gesto misterioso, mete la mano y saca, de donde antes no había nada, un gran conejo blanco mientras que el escenario hierve y se incendia.
Aplausos.

Magia pura, dirán algunos; mero ilusionismo, dirían otros. Y tendrían razón: lo que en apariencia es un acto de magia no es sino la secuencia, perfectamente coordinada, de acontecimientos preparados con antelación. Una puesta en escena con el público a corta distancia, en la que el ilusionista sabe cómo guiar la atención de los espectadores a donde le conviene:
así, mientras que un simple movimiento, una mirada o una entonación peculiar dirigen los ojos de la audiencia a un lugar específico, la otra mano se encarga de realizar el truco que –cuando el ilusionista sabe su trabajo– nadie es capaz de advertir.

Así que, ¡presto!, y los aplausos se recrudecen conforme el truco adquiere mayor complejidad: monedas, conejos, pañuelos. Prestidigitación, trucos de cartas, aros con fuego, escándalos políticos. Conferencias mañaneras.
El ilusionista recurre a toda clase de artimañas y efectos para desviar la atención hacia el lugar que le conviene, en el momento indicado, sabiendo que –a final de cuentas– el público pagó gustoso la entrada un espectáculo en el que sabe, de antemano, que será engañado: al menos, mientras dure, pasará un buen rato.

Un espectáculo que –sin embargo– no trasciende al escenario que lo contiene, aunque el público así quisiera creerlo y aplaude –sin pensar– al ilusionista que, mañana tras mañana, no sólo aparece monedas de chocolate que no enriquecen, conejos cansados que no alimentan, refinerías inútiles –aeropuertos y trenes sin destino– con los que entretiene –mañana tras mañana, de nuevo– a sus seguidores.

Seguidores a los que les relata puntualmente, y todos los días, la historia de odio, falsa e innecesaria, que sólo acendra la división y el encono que prometió terminar a su llegada, pero que es –al mismo tiempo– la que su audiencia necesita escuchar para comprarle la siguiente temporada de esta telenovela, con todos los símbolos del poder reciente.
Los apodos y las etiquetas, la austeridad republicana, el avión presidencial. Los fifís, el discurso del resentimiento, y el desprecio –promovido sin empacho por el ilusionista– hacia cualquiera que pretenda develar sus trucos.
Los fifís, como les llaman.

Trucos que no son reales, monedas que no existen. Conejos que no alimentan, pañuelos que sólo tienen colores vistosos. Corrupción sin indiciados, acusados sin defensa. Enemigos, adversarios, mafia en el poder, otros datos –sin sustento– que se presumen día a día. Resentimiento que llegó, sin estrategia, a ser gobierno. Ineptitud de cada día, incoherencias y contradicciones, distractores cotidianos.

Distractores cotidianos. El ilusionista sonríe y prosigue hablando mientras toca, con su varita, el sombrero de copa. La violencia en Culiacán ya no importa, como tampoco las explosiones Tlahuelilpan o las casas escondidas del titular de la CFE: la mano oculta está metiendo, cuando nadie lo advierte, el conejo en la chistera.
El espectáculo es lamentable, sin lugar a duda: es nuestra decisión seguir comprándole el boleto.

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