De grandezas y vilezas
Cuando se lee la historia, se comprende que el hombre también es capaz de la grandeza.
Estremecedor, inquietante, fascinante, desconcertante. Así es el ser humano. Capaz de grandezas y de vilezas. De transitar de lo sublime a lo vulgar. De construir la Biblioteca de Alejandría y, al mismo tiempo, organizar la quema de libros. De crear vacunas y, también, armas atómicas. De mostrar compasión y crueldad. ¿Será este dualismo uno de los rasgos más definitorios de nuestra historia y de nuestro presente?
La violencia de los nazis en Auschwitz fue testigo, simultáneamente, del gesto del sacerdote polaco Maximiliano Kolbe, quien se ofreció voluntariamente a intercambiar su vida y morir en lugar de un desconocido que tenía esposa e hijos. Como se hace evidente en la lectura de La bailarina de Auschwitz, los guardias de la SS podían arrebatarlo todo, excepto la libertad con la que elegimos enfrentar las contrariedades.
Los 27 años de prisión de Nelson Mandela no despertaron en él una sed de venganza, sino los resortes interiores necesarios para liderar un proceso de reconciliación nacional, evitar una guerra civil y fundar una democracia. Los tiempos actuales siguen ofreciéndonos ejemplos de estos contrastes: guerras devastadoras en Ucrania, Sudán o Gaza, mientras la Cruz Roja no deja de sumar voluntarios dispuestos a servir.
Con no poca frecuencia, ante un mismo acontecimiento presenciamos reacciones radicalmente opuestas. Frente a la experiencia del dolor, Albert Camus lo entendía como una falla del mundo, un azar absurdo y sin sentido que debía combatirse con rebeldía. Karol Wojtyła, en cambio, lo veía como consecuencia del mal permitido por Dios, pero dotado de un sentido salvador que podía asumirse con amor.
Existen redes transnacionales de tráfico de personas capaces de abandonar a cientos de seres humanos en contenedores cerrados y de abusar de ellos como si fueran objetos desechables. Esta realidad coexiste con la labor del doctor Denis Mukwege, en la República Democrática del Congo, fundador del Hospital Panzi, quien dedica su vida a reparar los daños físicos y psicológicos de mujeres víctimas de violencia mediante un proceso de sanación integral.
La historia de la humanidad parece, en efecto, bipolar. Da testimonio del uso de personas como medios para fines marcados por la vileza y, al mismo tiempo, de convicciones profundas que afirman que la vida es sagrada, que el dolor ajeno importa y que la dignidad de la persona es inquebrantable.
Hay políticos capaces de mentir sistemáticamente con tal de imponer una agenda personal y, a la vez, personas que han entregado su vida por el bien común. Funcionarios públicos que extorsionan a los ciudadanos y otros que han muerto intentando erradicar la corrupción.
Conviven la presencia de narcotraficantes que dedican su vida a un cártel con hombres y mujeres que, en contraparte, pasan cuatro horas diarias en medios de transporte para llegar a su trabajo, ganar un salario modesto y volver a casa para sacar adelante a sus hijos.
Desde periodistas que manipulan la información para ganar seguidores o que destruyen injustamente la reputación de una persona, hasta incansables buscadores de la verdad que ponen en riesgo su vida para que la sociedad conozca lo que realmente ha sucedido.
En los jóvenes de hoy ocurre algo similar. En ocasiones parecen generaciones avergonzadas y timoratas, cuya inseguridad se transforma en agresividad compulsiva. Al mismo tiempo, son creativos y sensibles, capaces de escuchar llamados profundos y de seguir los impulsos nobles de su corazón.
Si uno se limita a leer los medios de comunicación y algunas redes sociales, podría parecer que el ser humano sólo es capaz de la vileza. Cuando se lee la historia con mayor hondura, se comprende que también es capaz de la grandeza.
Los tiempos navideños son una oportunidad privilegiada para reflexionar sobre estas dualidades. En particular, para reconocer que, si bien cada uno de nosotros experimenta inclinaciones hacia lo más sublime y hacia lo más terrible, nuestra historia personal se escribe a partir de las decisiones que tomamos frente a luces y sombras. Existen innumerables ejemplos que muestran que es posible vivir para la grandeza y que nos indican, con claridad, que existe el cómo sí.
La Navidad cristiana expresa precisamente esa verdad: un Dios que se hace niño, que nace en medio de enormes carencias, que sufre injusticias y vilezas a lo largo de su vida, y que lo hace para mostrarnos que siempre es posible encontrar caminos magnánimos. Somos seres llenos de miedos e inseguridades y, al mismo tiempo, capaces de traspasar umbrales que nos introducen en lo sublime y de emprender retos de enorme trascendencia.
