Tercera escena: la ley soy yo

Pero no hay que equivocarnos. Las instituciones de impartición de justicia deben de existir

Continuando con el Teatro del poder de la Cuarta Transformación —como lo llamó Jesús Silva-Herzog—, nos encontramos con esta Tercera escena: la ley soy yo.

El escenario, la entrada de Palacio Nacional. En el fondo, una veintena de militares custodian y saludan al director, guionista y personaje principal de la obra. Tras su paso hacia el interior del imponente edificio, se vislumbra cómo se cierran las enormes puertas, en una —pretendida— demostración del poder presidencial. La escena es orquestada y captada por las cámaras de uno de sus principales ideólogos, Epigmenio Ibarra, quien hace poco recibió un —muy merecido— crédito gubernamental por 150 millones de pesos.

Acto seguido, nuestro héroe se dirige a una oficina contigua donde va a dictar su voluntad a sus seguidores que, aunque es inmortalizada en papel, tiene tanta fuerza como si se hubiera escrito en piedra. Primero —dice— “yo ya no me pertenezco, yo soy de ustedes”. Segundo, “al margen de la ley, nada; por encima de la ley, nadie”. Y termina con una inmortal: “si hay que optar entre la ley y la justicia, no lo piensen mucho, decidan en favor de la justicia”.

Ante el asombro de los espectadores, nuestro narrador continúa con su monólogo, en el que argumenta que el parlamento, aquel órgano que dicta las leyes, está para hacer cumplir la voluntad del pueblo, encarnada en nuestro héroe. Por eso, si se necesita, se modifica la ley o la Constitución por los representantes, que están para aplaudir, no para cuestionar. “Desparezcan los fideicomisos públicos”, hágase su voluntad. “Eliminen las estancias infantiles”, hágase su voluntad. “Modifiquen la legislación sobre energía e hidrocarburos”, hágase su voluntad. No hay tema que se cuestione o ponga en tela de juicio, algo parecido a la infalibilidad papal.

En el fondo, sabemos que a veces no es necesario ni siquiera modificar la ley para que se cumpla la voluntad del prócer. Basta con que se aplique a discreción. Algo así como “plata para los amigos, plomo para los enemigos”. “Rosario Robles, a la cárcel”. “El ministro Medina Mora, perdonado”. “Lozoya, a su casa”. “Salgado Macedonio, indultado y a la gubernatura”. Nada más hay que avisar a la Fiscalía General de la República —indica el personaje principal— cuáles son las instrucciones.

Pero no hay que equivocarnos. Las instituciones de impartición de justicia deben de existir. El tema es que no sean muy independientes. Así nuestro líder invita al presidente de la Suprema Corte a que extienda su cargo por dos años más, al fin y al cabo, no se viola el mandato constitucional si así él lo determina.

Y mientras vemos este teatro del poder ocurrir frente a nuestros ojos, reconocemos que la ley ya no es aquella norma de aplicación general si no es la palabra que emana de la boca del personaje principal.

Sin importar que la tragicomedia termine —por ahora— con la presente colaboración—, no con ella el drama que radica en que los mexicanos nos merecemos un tipo de teatro diferente. Que no esté dirigido y actuado por bufones. Que piensan que no nos damos cuenta de sus artimañas. Que permitiremos llevar al país a ese lugar oscuro en el que se encuentran los gobiernos totalitarios y populistas modernos. En algo no se equivocan, nada ni nadie por encima de la ley.

*Maestro en Administración Pública por la Universidad de Harvard y profesor de  Derecho Constitucional en la Universidad Panamericana.

Twitter: @ralexandermp

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