La bomba de Pemex

La empresa ha sido el centro de atención de nuestra vida pública, no sólo porque históricamente su actividad constituye una parte importante del presupuesto

Hace algunos días, miembros de la Marina Real de Reino Unido explotaron, de manera controlada, una bomba de la Segunda Guerra Mundial que se encontró en un barrio estudiantil en Exeter, a unos doscientos cincuenta kilómetros al sur de Londres. Incluso con más de medio siglo de antigüedad, el explosivo dañó decenas de construcciones aledañas.

Igual que al presidente López Obrador, en esta columna nos gustan las metáforas y analogías, por eso fue imposible no recordar con ese hecho a nuestro gran orgullo nacional, signo de la soberanía mexicana, que es Petróleos Mexicanos. Esa empresa, creada en 1938 por mandato de Lázaro Cárdenas, hoy se asemeja más a eso que extrae —fósiles de cientos de millones de años— que a una empresa del futuro de un país desarrollado.

Por décadas, Pemex ha sido el centro de atención de nuestra vida pública, no sólo porque históricamente su actividad constituye una parte importante del presupuesto público —José López Portillo dijo que sólo nos debíamos dedicar a “administrar la abundancia” del petróleo—, sino porque también desde hace décadas vemos los riesgos del monstruo que creamos. Ahora, parece que es aquella bomba de la Segunda Guerra Mundial que estaba escondida y latente, que amenaza con dañar a todo lo que se le acerque.

Si bien la preocupación no es nueva —en las últimas dos décadas su régimen legal ha sido sujeto de varias reformas que buscaban volverlo eficiente—, la presente administración de la 4T se ha encargado de darle el tiro de gracia, al percibir a la petrolera más endeudada —ahí si tenemos el primer lugar— y con más empleados del mundo —aunque no la más grande— con una visión propia de los regímenes latinoamericanos de los años 70. No es sólo que el presidente López Obrador pusiera al frente de Pemex a un ingeniero agrónomo sin experiencia real en el sector —o en cargos de alta responsabilidad—, sino que también piensa que el petróleo sigue siendo el futuro, probablemente porque así lo vivió en su infancia tabasqueña, y que basta un tubo para extraerlo.

La realidad es que, desde el inicio del sexenio, la empresa productiva del Estado fue condenada. Por temas ideológicos se despreció la reforma energética —reconocida internacionalmente— llevada a cabo por la administración pasada y se dejó que hiciera lo suyo la nueva burocracia del 10% de experiencia y 90% de —supuesta— honestidad.

No obstante el gobierno federal le ha inyectado directamente unos 10 mil millones de dólares en los últimos dos años, la petrolera tuvo pérdidas anuales en 2020 del orden de 24 mil millones de dólares. Su pasivo representa más de cuatro billones de pesos. Algo así como el presupuesto total del IMSS de cuatro años.

Incluso, a nivel internacional se empieza a hablar de las consecuencias mundiales que pudiera generar una eventual quiebra de Pemex y lo que se generaría en los fondos que mantienen esa deuda.

Pero basta para ignorar el problema con tapar el sol con un dedo. Hace unos días, Pemex anunció que dio por terminada su relación contractual con la agencia calificadora Fitch Ratings. Ojos que no ven, corazón que no siente.

Al paso que vamos, antes que después, va a explotar Pemex de la misma forma que aquella bomba de la Segunda Guerra Mundial en Reino Unido. Y quienes vamos a pagar la factura somos nosotros, los mexicanos. No hay duda.

*Maestro en Administración Pública por la Universidad de Harvard y profesor de Derecho Constitucional en la Universidad Panamericana.

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