Al diablo la Constitución

Los peores ciegos somos nosotros, los que no queremos ver el fuego que está frente a nosotros, a punto de quemarnos

Las señales siempre han estado ahí, aunque no las hubiéramos querido ver. No sólo es la opacidad en la construcción del segundo piso del Periférico de la Ciudad de México o los videoescándalos de sus cercanos recibiendo fajos de dinero. Ni siquiera la violación al amparo que casi le costó ser desaforado. Lo es todo. El no reconocer los resultados electorales en 2006, el haberse autoproclamado Presidente de México y cerrado una de las avenidas más importantes del país por meses. ¡El hacer campaña por 12 años sin demostrar de dónde obtenía su financiamiento!

¿En qué momento decidimos que era aceptable ver al Presidente mandar al diablo la Constitución para sustituirla con su poder y voluntad? Como si hubiéramos regresado a los peores momentos del PRI. Al puro estilo de una república bananera donde el cacique hace y deshace lo que le viene en gana y sus seguidores le aplauden y solapan.

Hoy guardamos silencio y observamos cual espectadores la flagrante violación a las normas constitucionales que todos los días se hace desde Palacio Nacional. Que antes parecía palabras vacías, pero hoy son acciones concretas.

Advertimos cómo el fiscal general de la República y el presidente de la Suprema Corte de Justicia se someten a los designios de un hombre lleno de odio y rencor. Que hace su “justicia” a través de los órganos del Estado. Que está dispuesto a someter a cualquier voz opositora. Que —exitosamente— nos divide para vencer.

Ya ni siquiera pretende respetar la ley ni la Constitución. Ya vimos cómo hizo renunciar al ministro Medina Mora. La manera en que cooptó a la CNDH. Cómo se atacan y persiguen las alianzas opositoras en la conferencia mañanera. Incluso declaró que, de ser necesario, intervendrá en el proceso electoral, le guste a quien le guste.

Y no se equivocan. A ellos —por lo menos por ahora— no les aplica la ley y el derecho. Son irresponsables frente a la justicia que otorga el régimen. Basta ver al hermano —embolsándose fajos de billetes— y a la prima del Presidente —recibiendo contratos de Pemex—. Antes creíamos que se tenía que fortalecer nuestro incipiente Estado de derecho. Hoy parece que aceptamos que lo pisen y destruyan. Preferimos guardar silencio para pasar desapercibidos entre la masa sin darnos cuenta que podemos ser las siguientes víctimas de esa voluntad que no conoce límites.

No vemos que estamos alimentando a un monstruo de mil cabezas que no va a quedar satisfecho hasta arrasar con todo y con todos. Cuyo desprecio por la ley y el derecho se esconde en el caos de su administración.

Ahora, el mandatario decidió irse contra un gobernador en funciones. Al que la Suprema Corte le reconoció, hace unos días, que tenía la protección constitucional y no podía ser procesado penalmente sino hasta que terminara su mandato. Un golpe de Estado de facto a la autonomía del Estado. Y ahí están los aplaudidores, como Ricardo Monreal, hablando de la “desaparición de poderes” en Tamaulipas. Por eso hacen sentido todas esas dádivas y deferencias a las Fuerzas Armadas. Al diablo la Constitución y, a quien no le guste, que le pregunte a los —agradecidos— militares.

Los peores ciegos somos nosotros, los que no queremos ver el fuego que está frente a nosotros, a punto de quemarnos. Ignorando que, tarde o temprano, de una u otra manera, vamos a salir lastimados.

*Maestro en Administración Pública por la Universidad de Harvard y Profesor de Derecho Constitucional en la Universidad Panamericana.

Twitter: @ralexandermp

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