El primer acuerdo en materia de distribución de aguas internacionales entre México y Estados Unidos (EU) se remonta a 1906, cuando ambos países firmaron un tratado que otorgaba a los usuarios mexicanos del Valle de Juárez un volumen de 74 millones de metros cúbicos (Mm³) del Alto Río Bravo. Pese a este precedente, no se lograba un consenso sobre el reparto de las aguas del Bajo Río Bravo ni del río Colorado.
El debate se centraba en dos posturas antagónicas. Por un lado, el fiscal general de EU, Judson Harmon, defendía la soberanía absoluta de un país sobre los recursos hídricos que fluyen dentro de sus fronteras, sin importar el impacto aguas abajo. Por el otro, emergía una visión cada vez más aceptada en el ámbito internacional que reconocía que los ríos que cruzan varias jurisdicciones constituyen un bien compartido, y que ningún Estado debería ejercer derechos que priven a otros de un uso equitativo.
Tuvieron que transcurrir 38 años para que se concretara un segundo acuerdo: el Tratado de Distribución de Aguas Internacionales de 1944. En este instrumento jurídico, lejos de concebirse como un intercambio, se reconocieron derechos mutuos. EU se comprometió a entregar a México un volumen anual garantizado de 1,851 Mm³ del río Colorado. A su vez, México acordó aportar una tercera parte del caudal que llegue al Río Bravo desde los ríos Conchos, San Diego, San Rodrigo, Escondido, Salado y el Arroyo de las Vacas, lo que equivale a un promedio anual de 431.7 Mm³ en ciclos de cinco años consecutivos.
Una disposición relevante del tratado establece que, en caso de presentarse una sequía extraordinaria que impida a México cumplir con los volúmenes comprometidos, los faltantes al término del ciclo de cinco años podrán reponerse en el siguiente, con agua procedente de los mismos afluentes.
Pese a esta previsión, el presidente Donald Trump exigió a México la entrega inmediata de 234 Mm³ para los agricultores del sur de Texas, luego de que se registrara un faltante de 1,115 Mm³ al concluir el ciclo quinquenal en octubre pasado. Este reclamo puede analizarse desde dos perspectivas. Jurídicamente, México no debe agua, ya que el tratado le permite compensar el déficit durante el próximo ciclo, es decir, hasta octubre de 2030. En contraposición, políticos y productores estadunidenses insisten en que nuestro país debe cumplir de manera consistente, sin depender de eventos meteorológicos extremos —como un huracán— para saldar sus compromisos.
Es innegable que la gestión del agua en nuestra frontera norte presenta serias deficiencias. Las cuencas se encuentran sobreconcesionadas; además, ha habido un cambio en los patrones agrícolas, migrando de cultivos de bajo consumo a otros de alta demanda, como nogales y frutales. Esto ha provocado que los concesionarios extraigan volúmenes superiores a los autorizados, sin un control efectivo, sumado a la existencia de numerosos usuarios clandestinos.
Por lo pronto, México ha optado por utilizar el agua disponible en otras fuentes: las presas Marte R. Gómez y El Cuchillo, ubicadas en el río San Juan (que no figura entre los afluentes estipulados en el tratado), con una reserva conjunta de 1,600 Mm³, así como la presa internacional La Amistad, que almacena 940 Mm³. Aun entregando los 234 Mm³ exigidos por EU, tenemos agua suficiente para cubrir las necesidades nacionales de 2026, esperando que las lluvias del siguiente ciclo hidrológico aseguren el abastecimiento de 2027.
Sin embargo, esta estrategia no puede sostenerse a futuro. El cumplimiento de los compromisos internacionales debe realizarse con agua proveniente de los seis ríos tributarios establecidos. Es indispensable establecer un control estricto del uso del agua en la región fronteriza y, al mismo tiempo, invertir recursos en la modernización de los Distritos de Riego en Chihuahua y Tamaulipas. Sólo así México podrá garantizar el cumplimiento cabal de sus obligaciones internacionales, evitando un conflicto donde nuestro país puede verse gravemente afectado.
