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Marcado por Iguala

Pascal Beltrán del Río

Pascal Beltrán del Río

Bitácora del director

El 24 de septiembre de 2014, el presidente Enrique Peña Nieto se convirtió en el décimo Presidente de la República en hablar ante la Asamblea General de la Organización de Naciones Unidas (el primero había sido Miguel Alemán, en 1947).

Ese día yo estaba en Nueva York. Recuerdo que el canciller José Antonio Meade y su equipo estaban de muy buen humor. Peña Nieto había llegado a la Gran Manzana en plan de celebridad internacional.

En menos de dos años, había logrado la aprobación de reformas estructurales con las que sus antecesores sólo habían soñado. Todo mundo quería conocer al protagonista de la película.

Era la cúspide del Mexican Moment. La parte central del discurso presidencial en la tribuna de la ONU había sido un mensaje para el mundo. Peña Nieto anunció que México rompería con una larga tradición de reticencia para participar en las Operaciones de Mantenimiento de la Paz.

La víspera, el martes 23, el Ejecutivo había tenido una larga cena con empresarios globales, encabezados por la presidenta mundial de Pepsi, Indra Nooyi.

Al hotel St. Regis, donde se llevaba a cabo el encuentro, arribó el expresidente estadunidense Bill Clinton, quien había tenido cita para ver a Peña Nieto, el sábado 20, pero se había quedado con las ganas, pues la comitiva mexicana llegó ese día muy tarde a Nueva York. Clinton intentó de nuevo ver al mandatario mexicano y lo esperó pacientemente a que se desocupara, tomándose un par de whiskys en el bar del lobby.

Esa era la imagen que tenía Peña Nieto, la importancia que irradiaba, apenas un par de días antes de que ocurrieran los hechos de Iguala –la noche entre el 26 y 27 de septiembre de 2014–, que marcarían de modo infausto su periodo presidencial.

Si usted mete en Google el nombre del Presidente acompañado de “reformas estructurales”, el buscador le arrojará 492 mil resultados. Pero si, en cambio, escribe “Enrique Peña Nieto + Ayotzinapa”, el número de páginas encontradas será de más de doble: un millón 120 mil. No cabe duda que el sexenio y la desaparición de los estudiantes normalistas quedarán ligados en la historia.

No soy de los que cree que el gobierno federal tuvo algo que ver con el secuestro de los estudiantes. Aunque es válido cuestionar una línea de investigación que no ha arrojado los resultados que todos esperamos (se sigue desconociendo el paradero de 42 de los 43 estudiantes), yo encuentro que la hipótesis de la PGR tiene solidez.

Muchos datos y testimonios concuerdan en señalar que los estudiantes que llegaron a Iguala el 26 de septiembre de 2014 fueron interceptados, baleados y detenidos por miembros de la policía municipal de Iguala que estaban en la nómina del grupo criminal Guerreros Unidos, en una serie de hechos en los que, además, hubo seis muertos.

Sobre lo que sucedió en las siguientes horas después del ataque puede haber discrepancias; como también, sobre las razones para secuestrar a los estudiantes. Sin embargo, en lo personal me parece muy difícil atribuir a autoridades federales y estatales y a miembros del Ejército una participación activa en la desaparición de los jóvenes, a partir de los datos que se conocen públicamente.

En todo caso, las responsabilidades del gobierno federal son las siguientes: no haber atendido las advertencias que existían sobre el papel que desempeñaba el alcalde José Luis Abarca en actividades delictivas, mucho antes de la desaparición de los normalistas, y haber atraído el caso tarde y mal.

Las acciones del gobierno federal y la forma en que fueron comunicadas ayudaron a crear la impresión de que se trataba de un crimen cuya planeación y ejecución llegaba hasta las más altas esferas del poder.

La consigna “fue el Estado” caló en la opinión pública nacional e internacional, y, ante ella, el gobierno federal se mostró ansioso de probar su inocencia, con lo que ayudó a generar la sospecha de que, en una de esas, algo estaba escondiendo.

Aunque no fue el único tropezón que tendría el gobierno de Enrique Peña Nieto, lo cierto es que el sello exitoso del sexenio se desmoronó de forma repentina y violenta contra una pared llamada Ayotzinapa.

El gobierno nunca tuvo una respuesta adecuada –por más que, insisto, muchas las evidencias presentadas por la PGR son difíciles de refutar– y perdió la iniciativa en casi todos los frentes. Ante eso, el desenlace de la contienda electoral de julio pasado fue natural.

Aunque los sucesos de 1968 y 2014 son de naturaleza muy distinta, sí tienen algo en común: haber marcado el desempeño del gobierno al margen de todo lo demás que se haya hecho en el sexenio.

Es muy posible que, en el futuro, cuando alguien diga Enrique Peña Nieto, resuene en la memoria colectiva la noche de Iguala, así como sucede con Gustavo Díaz Ordaz y la noche de Tlatelolco.

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