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Fetichizar la historia

Pascal Beltrán del Río

Pascal Beltrán del Río

Bitácora del director

José Ramón Amieva no llegó a la Jefatura de Gobierno de la Ciudad de México por la vía de las urnas.

Es uno de los tres políticos que han ocupado el cargo de forma interina cuando sus respectivos jefes se fueron a hacer campaña para lograr otra posición. Los otros dos son Rosario Robles y Alejandro Encinas.

Pese a que los ciudadanos no votaron por él y le quedan sólo dos meses en el cargo, Amieva quiso dejar su marca. Y por eso, en vísperas del cincuentenario del 2 de octubre de 1968, mandó quitar las placas alusivas a la inauguración del Metro que tienen el nombre de Gustavo Díaz Ordaz.

Todos los días, cientos de miles de personas pasaban frente a esas placas y nadie, que yo recuerde, sintió la necesidad de vandalizarlas. Pese a que el papel jugado por Díaz Ordaz en el 68 es muy claro, las placas no parecían molestar a nadie.

¿Qué se logra quitando esas placas? Desde el punto de vista de la historia, absolutamente nada. Díaz Ordaz no será más o menos culpable de los hechos de 1968 y no dejará de ser un hecho que el Sistema de Transporte Colectivo se comenzó a construir durante su sexenio.

El 19 de junio de 1967, en el cruce de Bucareli y Avenida Chapultepec, se inició la construcción del tren subterráneo, luego de que el presidente Díaz Ordaz expidiera un decreto, el 29 de abril anterior.

Hay que recordar que en su tiempo el proyecto fue muy polémico, al punto que significó la salida del cargo del poderoso regente capitalino transexenal Ernesto P. Uruchurtu, por oponerse a él.

¿Qué sería del transporte público en la Ciudad de México sin el Metro? Seguramente, mucho más complicado de lo que es hoy.

Los datos anteriores son una simple referencia histórica. Afirmar que Díaz Ordaz tuvo el buen tino de construir el Metro no significa ensalzar su memoria y quitarle responsabilidad de la matanza del 2 de octubre, que hoy cumple medio siglo.

La Ciudad de México ha sido gobernada por la izquierda desde 1997. Y ni a Cuauhtémoc Cárdenas ni a Andrés Manuel López Obrador ni a Marcelo Ebrard ni a Miguel Ángel Mancera –todos ellos jefes de Gobierno elegidos por el voto popular– se les ocurrió quitar las placas que ayer mandó retirar Amieva.

La acción es un simple acto de populismo que busca la notoriedad. Es un sacrificio en el altar de la corrección política. Pero si no puede con la inseguridad en la Ciudad de México, algo tiene que hacer Amieva para que creamos que trabaja.

Si la lógica del jefe de Gobierno sustituto prevaleciera en otros ámbitos, habría que retirar los objetos usados por Maximiliano y Carlota que forman parte de la exhibición permanente del Museo Nacional de Historia en el Castillo de Chapultepec.

También habría que demoler la columna de la Independencia, que mandó construir el dictador Porfirio Díaz para celebrar el Centenario. O fundir El Caballito, la estatua ecuestre en honor a Carlos IV.

Uno tiene que preguntarse por qué los revolucionarios de 1910 no tiraron El Ángel, que no tenía sino unos meses de haber sido inaugurado cuando Francisco I. Madero entró en la ciudad. O por qué El Caballito no fue fundido luego de la llegada del Ejército Trigarante a la capital, cuando apenas había sido colocado 18 años antes.

Hay que apuntar que sí hubo intenciones de destruir ese último monumento, y si hoy podemos admirar la obra de Manuel Tolsá –pese al daño que le causaron en la última “restauración”–es gracias a que Lucas Alamán apeló ante el presidente Guadalupe Victoria para que se preservara.

Por supuesto, la lógica de Amieva la tuvieron gobernantes de otros tiempos, que mandaron destruir obras de gobiernos anteriores. Pero, justamente, eso es lo que deberíamos evitar: una visión partidista o parcial de la historia.

Al justificar su decisión, Amieva dijo lo siguiente: “Consideramos que en 50 años hay ciclos que se deben cerrar y considerar cuál es el pensar y el sentir de la población de la ciudad…”.

Aparentemente, los residentes de la calle Gustavo Díaz Ordaz, en la colonia Guadalupe del Moral, en Iztapalapa, no han sentido la necesidad de pedir el cambio de nombre de la vialidad (o no lo han conseguido con la velocidad con la que se quitaron las placas en el Metro y la Magdalena Mixhuca), como tampoco los de las calles que llevan el mismo nombre, en Venustiano Carranza y Álvaro Obregón.

La historia no es maniquea, de blancos y negros. Los mexicanos tienen derecho a la memoria y el acto populista y de fetichización de la historia que realizó Amieva quita a los habitantes de la ciudad el derecho a conocer su historia y opinar sobre ella.

Le aseguro algo: en medio siglo o quizá menos, nadie recordará quién fue Amieva.

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