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Caminar sobre hielo

Pascal Beltrán del Río

Pascal Beltrán del Río

Bitácora del director

La esencia de la democracia no es sólo que los ciudadanos puedan elegir libremente a quien dirija al país, sino que esa persona ejerza el cargo pensando en todos los gobernados, incluyendo a quienes no votaron por él, alejada de todo interés personal o de grupo, y sin revanchismos de cualquier especie.

El presidente Andrés Manuel López Obrador lleva más de tres años gobernando a partir de una visión particular, sin atender el crisol de la sociedad mexicana, obcecado por un puñado de ideas sin asidero económico evidente, indiferente de las consecuencias que éstas puedan producir.

No ha sido un Presidente para todos, como ofreció ser. Tampoco ha sido un mandatario justo que evite, como también prometió, que colaboradores y familiares actúen al margen del interés público. Menos aún se ha desprendido de agravios supuestos o reales de los tiempos que estuvo en la oposición.

Desde el principio –eso sí lo ha cumplido– ha gobernado con el propósito de ser recordado en los libros de historia. No por resolver las penurias cotidianas de los mexicanos, pues incluso su lema de “primero los pobres” ha sido desmentido por un aumento en las cifras de la miseria.

Inaugurador en jefe, López Obrador ordenó la construcción de un conjunto de obras emblemáticas que marcha en contrasentido de la conveniencia económica del país y de los acuerdos internacionales que ha suscrito México, sin un plan a largo plazo en cuanto a su viabilidad y sin reparo de la normatividad y la transparencia.

Aunque formalmente solicitó licencia a su partido una vez que ganó la elección, ha fungido en los hechos como jefe de sus bancadas en el Congreso, llegando a instruirlas a votar sus iniciativas “sin cambiar una coma” y reclamando públicamente cuando no cumplen la encomienda.

El Presidente ha mostrado asimismo una incapacidad de rectificar, como se puede ver en los resultados de su política de seguridad pública, rubro en que se ha quedado muy lejos de las metas que él mismo se fijó (una reducción de 50% de los homicidios al tercer año de gobierno), atorado en su consigna de “abrazos, no balazos”.

La política exterior no ha sido menos unipersonal. López Obrador sometió al país a los caprichos migratorios de Donald Trump; ha designado embajadores sin considerar su capacidad para el cargo y sin esperar el beneplácito de los países de destino, y se peleó con España porque, hace tres años, su monarca se atrevió a no responderle una carta en la que exigía una disculpa por los hechos de la Conquista, misma que ya se había ofrecido en 1990.

Nadie en su equipo de trabajo parece dispuesto o siquiera capaz de ayudarlo a no incurrir en errores. En un libro de reciente aparición, Gilberto Guevara Niebla, exlíder estudiantil de 1968, quien fungió como subsecretario de Educación durante el primer año del gobierno, describe las reuniones de gabinete como monólogos en los que el tabasqueño da lecciones y regaña a sus subordinados.

La semana pasada, se superaron todos esos excesos. En medio de una ola de agresiones contra periodistas, en la que se destacan cinco homicidios en lo que va del año, el Presidente la emprendió en su conferencia mañanera contra el colega Carlos Loret de Mola, exhibiendo sus supuestos ingresos. Al hacerlo, se colocó presuntamente en la ilegalidad, pues, de ser reales los montos de los que habló, sólo pudo haberlos sacado de los datos del SAT, cuyo secreto está protegido por la ley.

Como ha sucedido otras veces, en ese caso López Obrador no sólo se guio por una rencilla personal, sino dio rienda suelta a su enojo –algo nada recomendable para un jefe de Estado– y se contradijo en una promesa que hizo al país luego de su triunfo arrollador en las urnas: que nadie estaría por encima del escrutinio público, ni siquiera sus hijos. Si al mandatario le preocupa que se le recuerde como uno de los mejores presidentes de la historia, ese repertorio no parece ser la receta para lograrlo. La única evaluación que reconoce a su gestión es su índice de popularidad, pero debe considerar que limitarse a esa visión es como caminar sobre hielo: si llega a romperse el piso, se puede hundir.

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