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Los determinantes de la salud

Mario Luis Fuentes

Mario Luis Fuentes

Nuestro país tiene en la garantía universal del derecho a la salud uno de sus más importantes retos. Se trata de una de las cuestiones de mayor complejidad, pues enfrentamos un perfil epidemiológico nacional en el que la mayor carga de enfermedad se encuentra en los padecimientos no transmisibles; la mayoría de los cuales están determinados por la pobreza, la marginación y la carencia de lo más elemental en las viviendas.

Las últimas semanas se ha desarrollado una intensa discusión nacional en torno a cómo construir un sistema de cobertura universal y de calidad; y éste se ha centrado en la eficacia que tendrá —o no— el nuevo Instituto Nacional para la Salud y el Bienestar (Insabi); sin embargo, aun cuando se trata de una discusión fundamental, un sistema de cobertura, siendo necesario, no será suficiente para enfrentar y revertir las epidemias de diabetes, enfermedades del corazón, del hígado y otras altamente prevenibles y evitables.

Lo anterior, porque la prevención y reducción de la incidencia de estos padecimientos requiere de la intervención coordinada e integral de todo el sector social. Reducir, por ejemplo, el porcentaje de personas que viven con obesidad implica, en primer lugar, garantizar el derecho a la alimentación y la seguridad alimentaria en el país.

La emergencia sanitaria mundial que se está configurando frente a la aparición del llamado “coronavirus” debe recordarnos que, de acuerdo con los epidemiólogos, la probabilidad de ocurrencia de una epidemia de proporciones globales es de 100%; la cuestión no es, pues, si ocurrirá o no, sino cuándo. Desde esta perspectiva, el enfoque preventivo en salud no inicia en el momento en que se anuncia la crisis, sino que deberíamos estar preparados con anticipación.

Para ello se requiere, en primer lugar, abatir los indicadores de marginación, pues no hay prevención posible de enfermedades infecciosas si no hay agua potable, con disponibilidad diaria, en todas las viviendas del país; si no hay agua y jabón de manera cotidiana en todas las escuelas del sistema educativo nacional y si sus baños no están abiertos y limpios en todo momento.

México debe ser capaz de reducir a cero el número de viviendas donde el principal combustible para cocinar y otras actividades del hogar es la leña. Donde no hay ventanas o puertas y donde se tiene piso de tierra. Todo ello disminuiría en un alto porcentaje el número de infecciones, particularmente entre niñas, niños y personas adultas mayores, y con ello también se reduciría significativamente la mortalidad por infecciones y enfermedades en exceso evitable.

La experiencia que se vivió en 2009 frente a la aparición del virus H1N1 debe ser recuperada: es necesario promover nuevamente hábitos de higiene que, durante la emergencia, fueron altamente eficaces, pero que posteriormente fueron abandonados y dejó de promovérseles: es necesario, en este momento, que de manera permanente el gobierno, en todos sus órdenes y niveles, promuevan el lavado de manos, cuando éste sea posible; evitar saludar “de beso”, evitar el uso de corbata y otras prendas donde pueden alojarse fácilmente los virus.

Lo que debe comprenderse es que una amplia franja de los padecimientos que tienen la mayor carga de morbilidad y mortalidad, son, en realidad, “patologías del poder”; pues son producto de la corrupción y los gobiernos que han dejado de cumplir con sus responsabilidades, que han dilapidado recursos y que han utilizado los presupuestos públicos para todo, excepto para reducir eficazmente la marginación y la pobreza.

Los determinantes de la salud no son, en ese sentido, estrictamente sociales; se trata antes bien de determinantes políticos y económicos, pues su origen se encuentra precisamente en el déficit de estatalidad que caracteriza al Estado mexicano, pues sus instituciones no son capaces de cumplir con el mandato constitucional de garantizar integralmente los derechos humanos.

En esa lógica, si algo nos permite pensar el tema de la garantía del derecho a la salud es la urgencia de incorporar el principio de la integralidad al diseño y operación de todas las políticas públicas; porque la intervención segmentada, desarticulada y dispersa que hoy tenemos en México reduce el impacto y capacidad de los gobiernos para hacer frente a las responsabilidades constitucionales y legales que tienen, en esta y en otras materias.

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