Canción de amor y de guerra

De esta manera dio inicio una de las más hermosas, intensas y breves historias de amor conocidas. Decidieron unir sus vidas

Era un huracán. Tal vez por eso el destino la llevó a la tierra de los mayas, donde hoy aún descansa, junto al que fuera el amor de su vida. No había quien pudiera con ese ciclón güero y de ojos azules. Ambiciosa, indomable y de una belleza extraña que la hacía aún más irresistible.

Alma Reed nació en casa de los Sullivan, el 17 de julio de 1889, hace casi exactamente 129 años. Algunas biografías la hacen hermana del igualmente célebre John Reed.

Contra la voluntad de su padre decidió hacerse periodista. Sin embargo, no pertenecía a la clase de personas que pudieran instalarse durante horas detrás de una

Remington. No era ella la que se dedicaría a escribir sobre lo que otros veían y vivían.

Sería reportera. Y lo fue. Sus escritos en defensa de los braceros no despertaban gran simpatía en los medios que, por californianos que fueran no dejaban de ser gringos. Se habría visto sin duda silenciada, o al menos echa a un lado, si no la hubiera rescatado, desde la otra punta de su nación, un rotativo mayúsculo y ya legendario: The New York Times.

Fue bajo su amparo que se ocupó del caso de un joven mexicano de 17 años que, acusado de homicidio, había sido condenado a muerte. Como corresponsal del Times enarboló una encendida defensa por la inocencia del muchacho, y logró no sólo se le conmutara la pena, sino que además, gracias a sus denuedos, se emitió un decreto-ley, el primero en EU, por el que quedaba suprimida la pena capital para los menores de edad.

Y fue también a cargo del diario neoyorquino que, a petición propia, fue enviada a México, a la península de Yucatán, a cubrir los sensacionales descubrimientos arqueológicos que varios antropólogos nacionales e internacionales estaban realizando en esos años al estudiar in situ las huellas de la civilización maya.

Corría 1923 y la Revolución Mexicana había entrado en la que sería su última etapa. Su curiosidad y la permanente desazón de su pensamiento la convirtieron en uno de los cientos de intelectuales del mundo que, atraídos por el deslumbrante fenómeno revolucionario, arribaron a nuestro país.

Sin embargo, no sé si en contra, pero sí al margen de las intenciones de sus editores, centró sus envíos no tanto en la cobertura de la realidad meramente etnográfica y antropológica, sino que de manera inevitable y predestinada, diría yo, se enteró de las auténticas barbaridades que, en nombre de la investigación histórica, los expedicionarios de su país estaban cometiendo.

Tuvo conocimiento y sacó a la luz el bestial atraco y la impune expoliación de que era objeto nuestro patrimonio arqueológico. Ante los reparos de la dirección del prestigiado cotidiano para el que trabajaba, la reportera debió procurarse otros patrocinios, más cercanos a la realidad y más alejados de intereses políticos.

Personalidad empecinada solicitó apoyos de un museo buscando reportajes especiales. Vio indignada cómo algunos exploradores saqueaban también antiguas haciendas uniendo rapacerías a ñagazas arteras, despojo infame sin temor a ninguna traba estatal. Sus implacables notas suscitaron un tremendo escándalo resultando necesaria una reparación apremiante, siendo incluso notable si utilizamos como acotación los objetos recuperados, negociándose otros vestigios, incluidas valiosas ofrendas.

A manera de ilustrar apenas una faceta de la importancia del trabajo de esta joven intrépida, y del coraje necesario para llevarlo a cabo, déjeme sólo informarle, encabronado lector, que el principal depredador de los tesoros mayas descubiertos, y beneficiario del verdadero asalto que se estaba llevando a cabo, era nada menos que el mismísimo cónsul de Estados Unidos en Mérida, el tristemente célebre Edward Thompson.

Debido a su testimonio se inició la restitución de numerosas piezas que habían sido no tan furtivamente hurtadas. El más reciente capítulo de sus logros se produjo apenas en 2008, con la devolución de un importante lote de ornamentos funerarios del periodo clásico.

Fue precisamente a raíz de su insólita y valerosa actividad, que el flamante gobernador del estado, el hipnótico e inasible Felipe Carrillo Puerto, se interesó por la labor de la periodista gringa, y fue inmediatamente subyugado por su inteligencia y su carácter. Y por su belleza, digamos de paso. De hecho, el deslumbramiento fue recíproco, pues el Jelipe también se las traía.

Dio así inicio una de las más hermosas, intensas y breves historias de amor conocidas. Decidieron unir sus vidas. Ella regresó a su país para realizar los preparativos de la boda y saldar cuentas con sus patrones.

Sin embargo, estaba escrito que el espléndido romance no se escribiría. Tres semanas después de su separación un pronunciamiento militar presuntamente delahuertista, patrocinado por los hacendados henequeneros y por el propio cónsul Thompson, depone y asesina a Carrillo Puerto. Ella recibirá la noticia en su hogar de San Francisco.

Nunca se repondrá. Y nunca olvidará la canción que su amado amante le había encargado a Ricardo Palmerín para dedicársela y despedirla en Puerto Progreso.

A pesar del drama desolador, o gracias a él, ella nunca cesará de amar desesperadamente esta tierra y la llevará siempre en mente y corazón. No se tiene noticia de que haya sostenido otra relación sentimental ni formó familia alguna.

Treinta años después de su partida volverá y se instalará en la Ciudad de México, hasta su muerte en 1966. Dejó escrito que la enterraran en el Cementerio General de Mérida, junto a los restos acribillados del hombre de su vida. Y ahí descansan aún hoy, Felipe Carrillo Puerto, el adalid, al lado, de su fugaz Peregrina.

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