Los atavíos de la muerte
El ciclón trae viento girando enloquecido, pero sobre ese viento viene el agua, miles y miles de hectolitros atrapados en la vorágine.
Son cuatro las grandes catástrofes que amenazan la vida sobre el planeta. Curiosamente cada una corresponde a los cuatro elementos clásicos en los cuales los antiguos dividían la materia: la tierra, el aire, el agua y el fuego.
Cualquiera de ellos, cuando enloquece y se desencadena, abre las puertas de la pesadilla. A mí me ha tocado vivir los cuatro, unos con más intensidad que otros, pero igualmente terroríficos.
La furia de la tierra tiene su más espantosa manifestación en los sismos. En México sabemos de ellos. Antes de 1985 no les hacíamos demasiado caso, los ninguneábamos. Pero a partir de aquella mañana trágica todo cambió, y nuestra relación con ellos se volvió crispada. Los tememos. Al menos en las zonas sísmicas y penisísmicas, los tememos y les tenemos un respeto casi sagrado.
Lo terrible del temblor de tierra, a diferencia de las catástrofes producidas por los otros tres elementos, es que no avisa. Simplemente sucede, irrumpe sin previo aviso. Las inundaciones, los incendios y los huracanes se anuncian, se hacen presentes de manera sigilosa y taimada. Llegan de a poquito antes de enfurecer.
El miedo en los temblores aparece después, cuando ya pasaron. Primero es el susto, luego aparece el terror, y una vez pasado, cuando por fin el suelo se queda quieto, aparece la angustia. De lo que puede haber pasado y de que puede repetirse de un momento a otro.
En Culiacán, en cambio, me tocó vivir el único huracán al que conocí personalmente. Era el Waldo. La gente, a pesar de las alertas radiofónicas estaba muy tranquila. “Aquí no llegan esas cosas”, aseguraban riendo. Pero Waldo llegó. Me cae que llegó. Fue de categoría 3, según los señores Saffir y Simpson, que por lo visto no estaban. Ahí la angustia es previa pues los Waldos se anuncian. El terror se instala unos minutos, y después sigue la desazón. El recuento de daños. La alegría de lo que se salvó y el dolor de lo que se perdió. Si el temblor dura unos segundos, el paso de un huracán dura interminables minutos.
La sensación de fin del mundo es la misma. En cualquiera de las cuatro variantes de las catástrofes.
En los Pirineos enfrenté un gran incendio forestal que amenazaba llegar al bellísimo pueblecito de Sant Miquel de Cuixà. Con un grupo de amigos nos incorporamos a las brigadas de combate al fuego. Pero dada nuestra eficiencia, por lo visto, los bomberos y los campesinos nos pidieron amablemente que nos retiráramos.
Déjeme decirle que lo más terrorífico en este caso es el ruido, el rugir del fuego, como una bestia monstruosa y mitológica. Más que el brillo de las llamas o el calor agobiante, lo realmente terrible era el ruido. Caminamos hasta el coche y nos fuimos, a medias humillados y a medias aliviados.
Y el agua, déjeme decirle que el agua también se las trae. Se entiende que sea la enemiga mortal del fuego. El enfrentamiento de dos titanes. El apocalipsis propio del agua son las grandes inundaciones, como las que provocó mi amigo Waldo. En América del Norte son los huracanes los que provocan el aluvión. En otras partes del mundo acostumbran a ser las lluvias torrenciales e inacabables.
Aquí es necesario que le diga, inerme lector, que en un ciclón, el verdadero daño lo provoca el agua, no el viento. El ciclón trae viento, ciertamente, girando enloquecido, pero sobre ese viento viene el agua, miles y miles de hectolitros atrapados en la vorágine, y son ellos los respondables primeros de la catástrofe. Es el agua la que arrastra casas, vehículos y seres, por última vez vivos.
Existe, sin embargo, otra manifestación mortífera del líquido elemento, y es la que hoy en día ocupa la atención de los que están atentos. Y son los naufragios. No tienen la magnitud geográfica de un ciclón, ni los daños en bienes materiales son comparables. Pero en número de víctimas superan en mucho las cobradas por los huracanes.
Cada año, desde hace años, son miles los africanos que intentan llegar a Europa desde las costas de Marruecos, Turquía y Libia, y miles son los que darán su último suspiro antes que sientan su pecho henchido de agua salada.
Las cosas han llegado al punto en que se han desarrollado técnicas específicas y complejas para el rescate de náufragos. Los especialistas, porque ya hay especialistas, han diseñado embarcaciones ad hoc e instrumentos especiales muy elaborados.
Propusieron organizar rescates que utilicen esas sofisticadas operaciones y sean útiles y oportunas. Vadearon inmediatamente cada arrecife extendiendo sus mallas implantadas alrededor.
En 2016 fueron cinco mil los que con una angustia indecible vieron, vivieron cómo se los tragaba el mar. Este año ya vamos por encima de los tres mil. La suerte del ahogado es diversa; si sabe nadar su agonía será interminable, inenarrable, hasta que las fuerzas lo abandonen y él se abandone a la madre mar. Si no sabe nadar, la pesadilla será breve, mientras manotea y patalea intentando mantenerse a flote. En cualquiera de los casos, el agua, fuente de vida, de repente se vuelve fosa de muerte. Aterrador.
No estoy seguro, pero si me dieran a escoger, tal vez escogería el ISSSTE.
