Sesos, hígado, huevos y corazón

Venezuela es un país pintoresco, qué duda cabe. Pero más allá, es un país intenso. De una intensidad irresistible, por motivos tanto geográficos como históricos. 
     La selva del Amazonas cubre una buena parte de la mitad meridional de su territorio. El norte pertenece a la Cordillera de los Andes septentrionales, al altiplano de la Guyana y a los llanos del Orinoco, para acabar desembocando en el mar Caribe.

Además la tierra del Bajo Arauca constituye un cruce de culturas difícilmente hallable en otros lares; parecido digamos al de algunos países del Asia Menor. Negros y blancos, mestizos y mulatos, indios y aborígenes, conviven en una armonía fértil y abigarrada.

Sus exponentes culturales son múltiples, antiguos y contemporáneos. Desde Rómulo Gallegos y Andrés Bello hasta la proliferación de músicos y conjuntos musicales sin parangón, encabezados sin duda por el magnífico y sorprendente Gustavo Dudamel. No cabe duda, el gigante del Caribe es una tierra formidable, inabastable.

De hecho Venezuela es el único país del mundo cuyo nombre es un diminutivo. Los abundantes muelles de madera, densos y larguísimos, se adentran en el mar, en la desembocadura del Orinoco. Sobre ellos se han construido miles de viviendas, también de madera, y sus habitantes deben recorrer a menudo decenas de kilómetros en barca para desplazarse por este laberinto de canales.

Esto parece, de alguna manera, haber evocado en los colonizadores la semejanza con Venecia, y de ahí la adopción del término “Venezuela”, forma singular, pero legítima del diminutivo en español: plazuela, callejuela, zotehuela, mujerzuela...

Hoy nuestra Pequeña Venecia atraviesa una terrible crisis económica y política, una más de las muchas que ha debido sortear desde su creación como Estado independiente en 1819. Tal vez más compleja y aguda por las que ha debido librar desde entonces.

Y la considero más aguda y compleja porque los términos del enfrentamiento, las reglas del juego no están claras. En multitud de conflictos previos era relativamente sencillo inscribirse en alguno de los dos bandos —a menudo, más de dos— se sabía con harta precisión quién era quién.

La dictadura de Pérez Jiménez, por ejemplo, a pesar de las mil peripecias a que dio lugar, era bastante transparente. Él era, se reivindicaba y constituía, sin asomo de duda, un militar fascista. Como tal accedió al poder, como tal lo ejerció y como tal fue derrocado por otro golpe militar con apoyo popular.

La carrera de Pérez Jiménez es un verdadero escándalo y las denuncias de que fue objeto por parte de intelectuales por encima de cualquier sospecha son un ejemplo viviente de valor civil, que no pocas veces les costó la vida.

Pérez obtuvo con obscuras artimañas posiciones oficiales cínicamente ostentosas. Venezolanos insignes condenaron altivos, con audaz determinación aquellas violaciones escandalosamente zafias, muchas autoridades secundarias censuraron esa revuelta claramente artificial.

Uno de aquellos valientes nos es, a los mexicanos, particularmente cercano. El poeta Andrés Eloy Blanco huyó de su país para refugiarse en el nuestro, y muere en un atentado, que quiso ser presentado como accidente, al ser embestido su coche por un camión de gran tonelaje en la esquina de Xola y Adolfo Prieto.

Ahora existe ahí un hemiciclo en su memoria. En él fue colocada una placa que Andrés dedicó a su gran amigo el poeta, Enrique González Martínez, y que reza “No hay que llorar la muerte de un viajero, hay que llorar la muerte de un camino”. Hoy esa alabanza deberemos ofrendarla al propio Eloy Blanco. Pero la cuestión ahora es quién es el viajero y cuál es el camino por cuya desaparición debemos llorar. Si los hubiere.

Cierto es, con toda certeza, que los personajes Chávez y Maduro no concitan gran confianza. Hay rasgos de sus sendos discursos que van más allá de lo extravagante, y que en más de una ocasión se deslizan hacia lo grotesco. Se trata del populismo ramplón, región cuatro.

Sin embargo, detrás y por encima de esta impresión se imponen los hechos. Y el hecho fundamental es que en la República Bolivariana de Venezuela está teniendo lugar una revolución. Una revolución popular con vocación socialista.

Y si la cubana fue inverosímil por las condiciones económicas y geográficas a las que se enfrentaba, la venezolana lo está siendo debido a los tiempos que corren y a los valores que rigen estos tiempos. Aquellos eran de heroicidades y audacias. Hoy lo son de estupidez electrónica y babeante, y de cobardía.

Las revoluciones no son fáciles. Quien espere sedas, perfumes y pétalos, más vale que se pinte cuanto antes. Las revoluciones son duras, muy duras. Todas. Y la venezolana no podía ser la excepción.

En los días que corren, toda movilización popular, realmente popular, en cualquier rincón del mundo, deberá enfrentarse a Estados Unidos. Así está la cosa. Enfrentarse a todo ese entramado de bloqueos y chapucerías económicas y a la más vomitiva manipulación mediática. Dentro y fuera. En el caso del que estamos hablando, dentro y fuera de Venezuela.

El avasallamiento es brutal, total. Es ahí donde es preciso poner toda la carne en el asador. Y no estoy seguro que lo estén haciendo. Da la impresión de que quieren dar la impresión de mansedumbre. La cuestión es ríspida y determinante: ¿la liberación del saboteador Leopoldo López apaciguará los ánimos de los contras, los de adentro y los de afuera? No lo creo.

Aunque lo que yo crea o deje de creer tiene poca importancia. Lo realmente importante es que quienes encabezan esa magnífica travesía, tengan los sesos, el corazón, los huevos y el hígado necesarios para culminarla con éxito.

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