Liisa
Se halla uno alejado, segregado de todo lo que le era propio. Pese a la amabilidad de los anfitriones, la soledad es una losa agobiante.
No es común, pero a lo mejor lo ha experimentado usted alguna vez, curtido lector. Ese sentimiento tan desconcertante de recibir una gran alegría que viene acompañada, que remolca, una gran tristeza. Me ha ocurrido un par de veces en la vida y no se lo deseo a nadie. Queda uno anonadado, desconcertado, dépaysé, en una especie de limbo, de no-lugar.
Mi exilio en Rumanía duró exactamente ocho años, desde agosto de 1969 hasta agosto de 1977. Había huido de México a principios de enero y pasé ahí ocho meses en busca de un país que accediera a concederme el asilo permanente. Yo era comunista —y hasta donde es posible lo sigo siendo— y el lugar natural era, por supuesto, la URSS. Pero el PCM, mi partido, había condenado la intervención soviética en Checoslovaquia, cosa que a la dirigencia soviética no ha de haber caído demasiado en gracia y, además, no deseaban enrarecer las relaciones con el gobierno mexicano en caso de que éste pidiera mi extradición. De manera que, sin decir que no, pusieron una serie de condiciones inaceptables que le eran equivalentes.
Así que, gracias a los buenos oficios de Arnoldo Martínez Verdugo, primer secretario del PCM, y a la generosidad de Nicolae Ceauşescu, encontré el anhelado refugio en esa ignota y enigmática tierra que fue la República Socialiste de Rumanía. De ella sabía yo exclusivamente dos cosas: que su capital era Bucarest y que por sus montes y campiñas había retozado el más célebre de los vampiros. Así que mi nuevo destino se antojaba una aventura, y con ese espíritu abordé el Tarom que me conduciría hasta ahí.
Todos los destierros son duros. Si no lo fueran no serían utilizados como castigo y condena. Pienso a menudo en la maravillosa película de Francesco Rosi Cristo se detuvo en Éboli, y por momentos me quiero semejar a Gian Maria Volontè. Se encuentra uno alejado, segregado de todo lo que le era propio, familiar y querido. Pese a la amabilidad de los anfitriones, la soledad es una losa agobiante. Ni hablar de internet o satelitales. La clandestinidad prohibía, incluso, el teléfono (por otra parte, carísimo) y la correspondencia postal debía ser siempre indirecta.
Y, sin embargo... para mi satisfacción y desencanto simultáneos, el mío acabó siendo un exilio de terciopelo. Rumanía resultó ser un país espléndido, y los rumanos gente incomparable. De las rumanas, ni qué decir. Mis largas estancias en el hospital me permitieron aprender rumano con relativa rapidez, de manera que mi integración fue exprés.
Enseguida tuve una multitud de cuates, algunos de los cuales se volvieron íntimos y aún conservo. Pero lo más notable de todo era la enorme cantidad de refugiados y becarios venidos del mundo entero. Trabé amistad con chilenos, peruanos, venezolanos, brasileños, angoleños, sudaneses, chipriotas, portugueses, vascos, gallegos, albaneses, griegos, mongoles, vietnamitas, cubanos, rusos.
Y finlandeses.
Liisa, Inkku y Daniel llegaron en 1971 a estudiar rumano, y fueron alojados en la misma residencia estudiantil que yo, el Edificio C de Grozavesti. En cuanto nos conocimos hicimos click. Ellos también eran comunistas. Alegres y reventados. Junto con la banda de lusos que yo frecuentaba formamos una troupe formidable. Nos veíamos todos los días, todo el día. Más bien todas las noches, toda la noche.
Al principio hablábamos en inglés, más o menos champurrado. Pero a medida que fueron aprendiendo rumano la impusimos como lengua oficial.
Liisa era la joya de la corona. Bellísima, alta y espigada con ojos zafiro y pelo trigo tierno que se deslizaba a los costados de su rostro como salto de agua. Cuando reía, y reía a menudo, salía el sol de medianoche. Alguna vez tuvimos un flirt, pero estaba casada con Daniel, que aparte de escritor era campeón de lucha olímpica, así que mejor me la llevé leve.
En 1974 se regresaron a Helsinki y nos invitaron a visitarlos. Ni cortos ni perezosos atravesamos Europa de sur a norte para llegar a otro paraíso terrenal. En Finlandia hay más lagos que gente y cada quien tiene uno. Fuimos a pasar quince días a la cabaña que tenían junto al suyo, aprovechando, sorbiendo el poco sol que la geografía les concede. Y ahí estaba Liisa retozando desnuda por los prados entrando y saliendo del agua como una náyade.
Podía uno perderse por esos bosques apacibles, misteriosos, entre abedules y pinos perfumados como ninguno, con el agridulce miedo de desorientarse y de ser rescatado por un hada o un elfo. Por otros recónditos vericuetos había numerosas inflorescencias recubriendo los ufanos matojos inconcebibles nacarados o sutilmente opalinos. Veredas intrincadas conducen a jardines umbríos nunca trazados o apenas mínimamente intervenidos. Si los sueños tienen puestas de sol aquello fue un sueño.
Pasaron los años y los países y perdí contacto con mis finlandeses. La semana pasada, paseando por Facebook, encontré a Dunja Katz, ¡la hija de Liisa y Daniel!, la que casi vi nacer y tantas veces tuve en mis brazos. Hoy es una bella muchacha de unos cuarenta años. Le escribí, emocionado: “Dunja querida, tú no te acuerdas de mí, pero yo no te puedo olvidar”. Me respondió: “Claro que sé de ti, ese extraño personaje que aparece en las fotografías antiguas. ¡Mis papás me han hablado tanto de ti..!”.
“Liisa murió el martes.”
