Jugar a las muñecas

Hace apenas unos días se cumplió el centenario del nacimiento de John Fitzgerald Kennedy, trágicamente sacado de escena 47 años después. El aniversario no me pasó inadvertido, junto con todos aquellos magnicidios que dieron vuelcos dramáticos al curso de la historia. 
Y pensaba melancólico en la ingenuidad impostada de aquellos que pretenden considerar el principal padecimiento que aqueja el ejercicio del poder es la multimentada corrupción.

Candidez enternecedora. A menos, claro, que consideremos el asesinato y la amenaza de asesinato como una forma de corrupción y que éstas son simple y llanamente evitadas, u obstaculizadas, a base de leyes que las prohíban y sancionen severamente.

El vértigo de normar es tan antiguo como la civilización misma. Tan antiguo, tan ilusorio y tan inútil. Son los preceptos los que deben amoldarse a la realidad existente, y no al revés. Toda ley que pretenda retacar la dinámica de las relaciones sociales en un esquema teóricamente concebido está destinada al fracaso de antemano. Las leyes probarán ser siempre tristemente insuficientes, y los jueces encargados de dirimir y aplicarlas, también. Y eso es verdad en todos los planos y dominios.

La más sencilla de las ilustraciones que se me ocurren se da en el terreno deportivo. Todos nosotros sabemos que se puede jugar perfectamente al futbol sin necesidad de árbitro alguno. Las cascaritas y los tochitos que pueblan de recuerdos entrañables nuestra infancia y nuestra juventud prueban de modo riguroso tal aserto.

La muerte de Kennedy, de otra magnitud y en otro plano, es un magnífico ejemplo de la futilidad del intento legiferador. Cuando las normas establecidas simplemente se ignoran o se saltan. Si tiene uno la capacidad y el poder necesarios claro. Pero el Poder acostumbra a tener ese poder. La correlación y disposición de fuerzas es la que manda y a esa no la modifican ni reformas políticas ni ninguna eventual prohibición de andar balaceando presidentes. O futuros presidentes.

No es aconsejable olvidar las lecciones de la historia. Y el homicidio de JFK es una de las más importantes del siglo pasado. Existen tres hipótesis de cuáles habrían sido los móviles de tan brusca y brutal ruptura del “orden legal”. Escojo mencionar, en primer lugar, la primera, que debe ser descartada, por grotesca e inverosímil. Es la versión oficial contenida en el risible Informe Warren, según la cual el autor material e intelectual del asesinato es un solo hombre, una especie de Aburto de allá. En aquel caso un fanático marxista-leninista, que habría decidido “pasar al acto”, en términos psicoanalíticos, y le habría salido a pedir de boca, impecable. Y ridículo. Resultaría más creíble suponer que Kennedy se suicidó.

Igualmente desechables son las teorías que atribuirían el homicidio a la KGB soviética o a la contrainteligencia cubana. No tienen pies ni cabeza. Una sola y escueta pregunta basta para desmontar tal sospecha: ¿Para qué diantres lo harían? Cuestión que sólo puede responderse con el silencio o con un “yo qué sé” acompañado de un alzamiento de cejas, un encogimiento de hombros y una expresión lo más bovina posible.

La única hipótesis digna de ser tomada en cuenta es la de que John Fitzgerald fue suprimido por los círculos más duros e internos de los game masters políticos y financieros gringos. Kennedy, a todas luces, les resultó incómodo por razones que a su vez pueden ser tres, que resumo, por orden de credibilidad que personalmente yo les otorgo, en respectivas frases compactas: a) Negoció con la URSS y accedió a más que respetar, tolerar la Revolución Cubana. b) Defendió con ardor e intransigencia inusitada los derechos civiles de los negros y la integración racial. C) Formaba parte de un gran y temible grupo familiar y económico de origen irlandés. Y por lo tanto, de connotaciones y ataduras católicas, harto molestas para los más beligerantes bunkers wasp.

Digamos que hubieran preferido sacarse de encima ese güero fastidioso por otros medios, más sencillos y eficaces. Pero a todas luces no pudieron. Los Kennedy, por lo visto, no cantaban mal las baladas celtas y poseían una cota de poder muy considerable. Así que sus adversarios hubieron de recurrir al bárbaro exabrupto. Y, aunque el objetivo fue cumplido, les salió mal. Muy mal. Tales excesos luego salen mal. Demasiado aparato, demasiado escándalo, demasiados actores, demasiados vínculos y demasiados cabos sueltos. Tan es así que poco después se vieron obligados a matar a su hermano Bob y a sacar de la jugada, por medio de un montaje, tan siniestro como sangriento, a Ed.

Porque la ejecución implicó tramoyas operísticas, requirió el establecer numerosísimas complicidades utilizando esos nexos tan rigurosamente orquestados. Sólo así la intriga resultó factible ofreciendo resultados tanto al legitimar embustes como incluso desactivando objeciones serias. Mientras impidieron validar indicios manipularon interrogantes acertadas, entonces sostuvieron explicaciones estrambóticas sicalípticas enmascarando las conclusiones historiográficas ineludibles sin tales enredos.

El Poder no se anda con chiquitas. Afortunadamente es raro que se vea obligado a recurrir a tan sanguinarios como ostentosos extremos, pero no seamos cándidos y que quede claro: Al Poder real no hay normas legales, principios éticos ni reformas políticas que lo coarten.

Exigir “aliados incondicionales” o “recuento de votos”, todo sea dicho con respeto, es jugar a las muñecas.

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