¿Eran pizarroncitos?
Te puedes ir, balbuceó el mentor, sin quitar la vista del papel. Friedrich tomó sus útiles, se despidió y salió a la ventisca.
Esa tarde del invierno de 1786 hacía un frío que calaba los huesos. Afuera el viento hacía bailar las ramas desnudas de los árboles bajo un cielo de plomo. A lo mejor por eso los niños habían estado insoportables, al punto de que el viejo profesor del tercer grado de la escuela primaria de una aldea perdida en algún rincón de la Baja Sajonia, a orillas del plácido Oker, decidió castigarlos. Permanecerían ahí al terminar la clase; deberían sumar todos los números del uno al cien, y no podrían irse a sus casas hasta que terminaran.
Pusieron manos a la obra, contrariados por un castigo que se antojaba demasiado severo, pero deseosos de irse cuanto antes. 1+2 = 3, 3+3 = 6, 6+4 = 10...
Alguno, más vivillo, ya iba por el 9: 36+9=45. Ahí estaban todos, calladitos y con la cabeza gacha sobre el papel —¿o eran pizarroncitos?— suma y vuelve a sumar. Todos menos der kleine Friedrich, que así llaman allá a los Federiquitos. Al buen Friedrich se le ocurrió —¿por qué?, ¿de dónde provienen las ocurrencias?— que no tenía que sumarlos obligatoriamente en orden.
Para obtener conclusiones a medias acertadas debemos razonar empíricamente. Voltaire indicó cómo avanzar, siguiendo intuiciones que unifican ideas elementales radialmente esparcidas, empleando sus útiles nunca imaginados como artilugios.
Así que sumó primero los extremos: 1+100 = 101. Después sumó el segundo con el penúltimo: 2+99 = 101, y se dio cuenta —¿cómo?, ¿de qué manera se da uno cuenta de esas cosas?— que si seguía sumando así, de uno en uno hacia adelante en el principio, y de uno en uno hacia atrás en la cola, siempre obtendría 101, hasta que llegara al 50 + 51. De tal suerte, tendría 50 sumas parciales con el mismo resultado y los habría sumado todos. De manera que nuestro Fefé dejó de sumar y multiplicó: 101 x 50 = 5050. Esa multiplicación hasta él, a sus ocho años, se la sabía, y ese era el resultado.
Levantó la mano, respetuoso, y dijo al maestro que había terminado. Éste, ofendido, lo increpó: ¡Cómo te atreves a tomarme el pelo, mentecato! ¡Por quién me tomas! No vio el resultado que, además, ni debía conocer; sólo se fijó en que el niño había garabateado apenas cuatro o cinco operaciones y su cólera creció. ¡Ahora sabrás quién soy yo! ¡Me vas a sumar del uno al mil! ¡Aunque tengamos que pasar aquí toda la noche! ¡Te voy a enseñar yo a hacer trampas!
Federico agachó la cara, roja de vergüenza, ante las risas burlonas y contenidas de sus compañeros. El maestro, bufando, retomó su lugar. Resulta sorprendente —pensó—, este niño siempre se porta bien. Es de familia muy humilde, pero tiene buenos modales. Quién sabe qué mosca le picó, para pretender...
Pero sus pensamientos se vieron interrumpidos, porque el pequeño Friedrich levantaba una vez más la mano. Ya había terminado. ¡Esto era demasiado! Tanto, que se obligó a contenerse y a pedir explicaciones. Y las obtuvo; ciertamente no las que esperaba. Ahí estaba escrito, sin más: 1+1000 = 1001, 1000/2 = 500, 1001 x 500 = 500,500. El razonamiento del pequeño era inobjetable. Acababa de ser establecida, por primera vez, la fórmula de las progresiones aritméticas.
Bien, te puedes ir, balbuceó, atolondrado, el mentor, sin quitar la vista del papel. Der kleine Friedrich tomó sus útiles, se despidió, cortés, y salió a la ventisca. El maestro se sentó, mirando aún el papel —¿o era pizarroncito?— con la cifra mágica: 500,500. Al niño se le había olvidado escribir su nombre, así que se lo puso él mismo: C. F. Gauss. Nunca sospechó —¿o sí?— a quién tenía entre sus pupilos, tan revoltosos ese día. La noche ya caía.
El mayor matemático de la historia caminaba contra el viento, con pasitos cortos, pero rápidos, la mochila en la espalda y la cara tapada por la bufanda raída. Estaba preocupado; tendría que explicar a sus padres por qué llegaba tarde. En el salón, los otros niños continuaban en silencio: 703+38 = 741, 741+39 = ... Sólo se oía el rasgar de los lápices. ¿O eran gises?
