Cuando el sueño comienza
El librejo ese puede reducirse a una sola frase, a una sola reivindicación: Que nadie viva del trabajo ajeno.
Fue precisamente el 24 de mayo de 1847, cuando dos viejos amigos, en la taberna The Lamb and flag, Karl Marx y Friedrich Engels, decidieron redactar y publicar una proclama, en la que conminaban a todos los obreros del mundo a organizarse y a combatir la explotación laboral a la que eran sujetos. Era de noche y era Londres.
Pocos meses después el breve, meditado y atormentado texto estaba listo. No está claro cuando llegó a prensas y dado a la luz. Parece ser que la primera edición fue en alemán y apareció en 1848. En inglés no sería sino dos años más tarde, en 1850. El título final y definitivo fue Manifiesto del Partido Comunista, partido que, aquí entre nos, aún no existía, y que en ese sentido, singular y global, nunca llegaría a existir.
Sin embargo, el lema que aparecía bajo el encabezamiento, y que venía a ser más que un epígrafe, era todo un resumen: ¡Proletarios de todos los países, únanse! Se trata sin duda de una obra maestra, y, más allá, de un texto fundacional, equivalente, a riesgo de levantar más de un escozor, a la Biblia.
A riesgo de parecer lo que soy, un simplificador, un divulgador, diré que el librejo ese puede reducirse a una sola frase, a una sola reivindicación: Que nadie viva del trabajo ajeno.
Tan simple como eso. Tan simple y tan definitivo. Pero lo que digo no es del todo verdad. Nadie dice, nunca, toda la verdad. Y ese par de bohemios refugiados en Covent Garden, tampoco.
Porque a final de cuentas, todo el entresijo es que si, uno vive del trabajo ajeno, es en la misma medida en que el “ajeno” vive del nuestro. Para que el asunto sea parejo. La clave de la que se trata, y eso el Manifiesto lo deja clarísimo, es la de terminar con el trabajo asalariado y con la propiedad de los medios de producción.
En el Plan de Ayala se establece, de manera tan contundente como en el Manifiesto, que La tierra es de quien la trabaja. Que ni qué. Pero también depende de quien trabaja para construir los aperos y los fertilizantes y los distribuidores y los vendedores. Y los consumidores.
Se trataba de establecer una red de productores libres (que incluya, por supuesto a los distribuidores y vendedores). El término, el concepto y el oficio de “comerciante” deberían desaparecer como tales. La proclama del Manifiesto constituye un auténtico decálogo de la emancipación.
Primero axiomas relacionados al movimiento obrero, pero enseguida disquisiciones revelando el gran anacronismo liberal. En seguida opiniones extremadamente severas torpedeando ópticas de oportunistas.
Estoy poco familiarizado con el mundo rural y con el trabajo de y con la tierra. En cambio soy un usuario contumaz de los taxis. Desde muy joven, prefería gastarme el dinero pa’ la torta que me daban mis padres, en un taxi. “Tú naciste para duque” me reprochaba mi madre en tono entre áspero y cariñoso.
A lo mejor sí. Me encanta ir sentado en el asiento de atrás. En el adelante me pongo nervioso. Y si voy a la izquierda más (entiéndase el retruécano). Voy platicando apaciblemente con el chofer, viendo el ir i venir de los desdichados peatones y, sobre todo, las viejas cuero y provocativas.
Y es entonces cuando me entero que a menudo el chofer debe caerse con 200 o 300 pesos de “renta” cada noche con el dueño de la nave (es decir con el dueño del chofer). Él se fleta chingándole 12 o 14 horas diarias para al final pagar un diezmo a un señor, que muy pancho en su poltrona viendo Juego de Tronos, le cobra, simplemente porque tiene un papel que dice que él es el propietario de vehículo. Y la validez de ese papel está respaldada por un ejército de policías, jueces y carcelarios. Ni le muevas. Él es el “dueño”.
Todo el ardid del capitalismo reside en las virtudes de la llamada “libre competencia” que reside en que si hay dos fabricantes del mismo producto, ambos intentarán bajar los precios para ser más “competitivos”. Mamada. Ambos se pondrán de acuerdo para subir los precios al unísono.
La cosa es que podamos ordeñar las vacas, ambos, sin que las vacas rezonguen o se nieguen a dar leche, ni que la gente se niegue a seguir bebiendo leche. Eso es todo, amigo mío, eso es todo.
El mérito no es que esos dos barbudos de Covent Garden lo supieran. El mérito es que supieran decirlo. Algún día los escucharán, los verdaderos escuchas volverán.
