Pornografía: el lado que no vemos de la violencia sexual

En México, el abuso sexual infantil es una emergencia pública. A esto se suma la producción y circulación de material de abuso sexual infantil CSAM, por sus siglas en inglés: los reportes vinculados a pornografía infantil crecieron 86% en el primer semestre de 2025 en ...

En México, el abuso sexual infantil es una emergencia pública. A esto se suma la producción y circulación de material de abuso sexual infantil (CSAM, por sus siglas en inglés): los reportes vinculados a pornografía infantil crecieron 86% en el primer semestre de 2025 en la Línea Nacional contra la Trata y 62% de las denuncias de trata se relacionaron con CSAM; los operativos federales derivaron en más de mil pesquisas, decenas de detenciones y rescates.

La conversación pública sobre pornografía privilegia casi en exclusiva la oferta —redes criminales, productoras, plataformas y procesadores—. El énfasis es fundamental por la gravedad de los casos, pero la demanda organiza, en gran medida, los incentivos: quién consume, a qué edad, bajo qué guiones y con qué efectos psicosociales y relacionales. Omitir esa mitad produce miopía pornográfica: un diagnóstico epistémicamente deficiente y, por tanto, políticas ineficaces.

Considero que confluyen (por lo menos) cuatro fuerzas que distorsionan el análisis en nuestro país: una noción liberal reducida a la voluntad negativa (equiparar cualquier regulación del consumo con autoritarismo), el tabú pedagógico en torno a la sexualidad, la normalización mediática del contenido sexual y un déficit estadístico. No contamos con cifras por edad, sexo y territorio sobre exposición y consumo ni con evaluaciones periódicas del repertorio de contenidos. Sin medir quién mira, cuánto y qué, legislamos con un mapa incompleto.

La evidencia longitudinal es consistente: la primera exposición a la pornografía suele ocurrir entre los 11 y 13 años, con una fracción relevante de accesos accidentales y trayectorias posteriores de malestar o uso problemático. En el plano de consumo, los informes Year in Review de Pornhub permiten una aproximación a su propio tráfico: en 2023, 34% de las visitas desde México provinieron del grupo 18–24; México se ubica de manera sostenida entre el top 5 de los países con mayor tráfico.

El contenido dominante tampoco es neutro. Análisis de videos de alta circulación documentan una prevalencia elevada de agresiones físicas y verbales —bofetadas, asfixia, insultos— y un “consentimiento” performativo escenificado como placer ante la violencia; esto no equivale a un acuerdo explícito, situado y libre de coerción. Ese guion deteriora la comprensión normativa entre pares y ensancha entre los jóvenes lo percibido como tolerable.

A ello se añade un dato incómodo sobre perpetración: en Estados Unidos, 35.6% de los delitos sexuales contra menores reportados a la policía es cometido por adolescentes o adultos jóvenes. No se infiere causalidad mecánica del consumo a la agresión, pero sí una curva de riesgo condicionada por contextos y normas. La literatura identifica moderadores del vínculo entre pornografía violenta y agresión sexual —normas de pares (aprobación de mitos de violación), percepción de realismo, misoginia, impulsividad y consumo de alcohol— que alteran la probabilidad de trasladar el guion a la conducta. El patrón es robusto: muchos jóvenes normalizan conductas violentas que luego perpetúan o no logran identificar y nombrar como violentas cuando las padecen.

En suma, si México quiere tomarse en serio la prevención de la violencia sexual y la protección de las infancias, debe completar el enfoque. La visión tubular produce una ilusión óptica: parecería que el problema está únicamente “afuera”, en el set de filmación, lo cual es también cierto y monstruoso. Pero la demanda moldea expectativas y se filtra en la convivencia cotidiana. El consumo no es una esfera privada sin externalidades: a gran escala genera riesgos públicos, especialmente donde la alfabetización sexual es baja y los modelos de negocio maximizan atención mediante la violencia. Corregir la miopía pornográfica no implica censura; es un mínimo de cuidado intergeneracional. Proteger a las infancias y adolescencias del abuso sexual implica protegerlas también de la pornografía (en todos los sentidos). Si incorporamos la demanda, podremos prevenir/reducir daños, desnormalizar la violencia sexual y devolver a escuelas y comunidades un espacio para vínculos no coercitivos.

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