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La sociedad de la revancha

Luis Wertman Zaslav

Luis Wertman Zaslav

Tantos años de convivir en un entorno de inseguridad, con los vaivenes del aumento y descenso de los diferentes delitos, la impunidad, la lentitud judicial, la falta de denuncia por parte de las víctimas, nos ha acostumbrado a celebrar cuando las y los ciudadanos logran castigar, por llamarlo así, a quienes han decidido romper la ley como forma de vida.

Esta semana que pasó fue de un intercambio masivo de videos y testimonios sobre casos en los que grupos de personas detienen y golpean furiosamente a presuntos delincuentes. Todo a partir del tristemente célebre video al interior de una combi de ruta en Texcoco, Estado de México, en la que uno de los pasajeros le cierra el paso al asaltante (ese, sí evidente), mientras el resto se le echa encima hasta noquearlo y dejarlo desnudo en la calle.

Esta revancha social generó inusitadas muestras de apoyo que, si bien no eran nuevas, desataron la publicación de otros incidentes similares para desahogo de una población afectada por la inseguridad, la pandemia y la caída económica, las tres a un mismo tiempo.

Estas oleadas de festejo por la reacción en contra de quienes nos afectan de manera constante y no reciben el castigo que merecen, incluyen fenómenos como los “vengadores anónimos” o las comunidades que, organizadas mejor que la delincuencia, trazan territorios para advertirles a los criminales que no permitirán que alteren su tranquilidad, por lo que, de ser sorprendidos, serán juzgados y recibirán la pena correspondiente en ese mismo momento a manos de todas y todos los que se encuentren en ese momento.

La línea entre ese castigo y el linchamiento es demasiado fina y en muchas ocasiones se cruza con peores consecuencias para la sociedad que la sensación de justicia que provoca al inicio. Es decir, ya que bajamos al nivel del criminal, nos damos cuenta de que no hay retribución en el principio del ojo por ojo y tenemos que darnos la vuelta para tratar de no compartir la responsabilidad que significa actuar de la misma forma que un agresor.

Para eso es que diseñamos leyes, normas y reglas, con el fin de no quedarnos en el atraso de fijar penas sin juicio o motivadas por el puro enojo. A ese andamiaje le hemos llamado “civilización” y nos hemos convencido que eso nos separa de otros momentos de nuestra historia donde la violencia se administraba a partir de quien tenía el dominio de la fuerza y de las armas.

Hoy, en una sociedad cansada de que los delitos no bajen ni siquiera por esta inédita pandemia, uno de nuestros consuelos generales es compartir el desquite que comete un grupo de nosotros contra un delincuente solitario que sigue el guion de un crimen —el robo en el transporte público— con precisión, porque así lo aprendió.

Porque el criminal que entró ese día a la combi no nació para serlo, fue entrenado para ejecutar ese y es posible que, tristemente, también otros delitos. Por eso pudo parecerle fácil, como quien va a comprar una mercancía, usar ese conocimiento para amedrentar a los pasajeros y al chofer para salir con algunos teléfonos celulares y efectivo que gastar para cubrir sus gastos y, probablemente, los de su familia.

Consciente de que las posibilidades son mínimas de que esos mismos pasajeros denunciaran y de que es aún más remoto que la policía municipal o estatal lo persiguiera a partir de una investigación profesional, fue sencillo entrar con un arma punzocortante a un espacio pequeño que demanda mucha agresividad y violencia para intimidar a cualquier ciudadano espontáneo que pretenda detenerlo.

Como excepción que confirma la regla, el pasajero que lo sujetó de la mano en la que lleva el arma y lo patea para que pierda el equilibrio, mientras los otros usuarios puedan echarse encima de él, rompe con ese supuesto de que la mayoría de la gente aguantará estoicamente el atraco y aceptará la pérdida económica a cambio de preservar su salud y su vida.

Tampoco es así y para eso es que las autoridades tienen la obligación de generar el equilibrio necesario para que confiemos en la aplicación de la ley y respaldemos un Estado de derecho que le otorga a cada quien lo que merece dentro del marco normativo que regula nuestras conductas cotidianas.

Sin embargo, también sabemos que eso no es completamente cierto, menos cuando hemos perdido la confianza en la mayor parte de las instituciones, empezando por las policías municipales y estatales, para que, por los cauces de la justicia no nos veamos obligados a utilizar la “ley de la selva” como el principio rector de nuestra convivencia.

No obstante, el principio de vida se mantiene y no debemos olvidarlo por más satisfacción que nos den estos hechos: cobrarse ojo por ojo en cualquier aspecto social es la mejor manera de quedarnos todos ciegos.

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