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El llamado de la democracia

Luis Wertman Zaslav

Luis Wertman Zaslav

El derecho a la libre expresión de las ideas es una garantía que sólo brinda un sistema democrático de gobierno. Coincidamos o no con las expresiones, tener la seguridad de poder manifestarnos sin represalias de ningún tipo es convivir en una sociedad enfocada en la igualdad.

Tal vez, por tantas décadas en las que la protesta pública era condenada desde el poder y percibida por la sociedad como un elemento de inestabilidad o de desafío que no lograría ningún cambio, hoy nos parece simple que podamos salir a las calles a confrontar las visiones sobre el rumbo que debe tener el país.

Aviso que, por mi formación profesional y personal estoy en contacto permanente con los diferentes polos que se han formado sobre la dirección que lleva México, varios de ellos alimentados más por la emoción que por la razón, cuando no por una ola sin precedente de desinformación.

No coincido con quienes hablan de dos realidades enfrentadas. Eso es muy simple para una sociedad compleja que tiene diferentes segmentos que se van intercambiando por muchos motivos económicos y sociales; más bien lo que tenemos es una consciencia pública inédita, que está definiendo lo que esperamos y deseamos.

Durante demasiado tiempo fue correcto que el esfuerzo se definiera como las ganas de progresar económicamente y superar estratos poblacionales a partir de una mayor preparación académica, donde los méritos y el mercado acomodarían a cada quién en su sitio. El llamado “milagro económico” de los años 50 fortaleció esa idea, para que una o dos generaciones posrevolucionarias vieran a sus hijos y a sus nietos con títulos universitarios.

Todos sabemos que no ocurrió así. Para finales de la década de los 80, la corrupción y el abandono del partido dominante hacia la mayoría era tal que las elecciones de 1988 terminaron en la primera derrota del oficialismo surgido de ese mismo acuerdo posterior al conflicto armado que promocionaba la igualdad de oportunidades para todos. Ese hecho, antes controvertido, ya hoy no está a discusión (de sus protagonistas, podemos discutir en otro momento).

Pero esa victoria no se reconoció y tomó el mando una generación de técnicos que tenían una misión: restarle presencia al Estado, al mismo tiempo que se sustituía por leyes económicas que, según nos dijeron, aseguraban el equilibrio, porque sólo respondían a criterios financieros, científicos y de lógica comercial. Era el futuro.

Bueno, ese modelo duró poco, porque en su cuarto año, luego de un espectacular repunte en la imagen gracias a la promesa del libre comercio, apareció una guerrilla en el sureste del país que nadie consideraba posible, lo que vino justo después fue todavía peor: asesinatos en la clase política, que incluyeron a un candidato presidencial, y una crisis económica al final de 1994 que reveló las debilidades de una globalización que se suponía estaba pensada para impulsar la era más próspera de la historia de la humanidad.

Casi cuatro décadas más tarde, ni las privatizaciones ni la apertura ni un cambio de opción electoral habían acortado la desigualdad o atendido los reclamos de pobreza y falta de opciones; a éstos se les sumó la violencia y el crimen, dos consecuencias que no podemos ignorar porque sabemos bien las causas.

En una ocasión, una persona muy cercana que cambió mi vida al incorporarme a un esfuerzo civil para atender a víctimas del delito, me convenció con un argumento que se volvió un horizonte: siempre nos quejamos de que no nos dejan participar y, ahora que podemos hacerlo, no queremos.

Ese es un mensaje que puede servirle a todos los polos. La participación ciudadana es un derecho y se ejerce manifestando lo que pensamos y hasta lo que sentimos, pero también demanda acciones para que no todo quede en protesta. Toman las calles los que defienden los modelos anteriores, bien para la democracia; las toman los que consideramos que ´rste es el rumbo que precisamente permite que esas libertades tengan lugar, bien por la democracia.

Cada centímetro de vía pública que se conquista para actuar como ciudadanos es indispensable para consolidarnos como una sociedad inteligente. Soy optimista, creo en la soberanía y en la economía que ayuda a la gente a crecer; creo en la construcción de la paz y en que podemos ganar la tranquilidad que merecemos; y creo que podemos ponernos de acuerdo, porque no estamos polarizados, sólo hemos decidido tomar consciencia.

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