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No se lo digan a nadie

Luis de la Barreda Solórzano

Luis de la Barreda Solórzano

 

Lo que indignó al Presidente no fue que dos sacerdotes jesuitas —cuya labor social había sido admirable— y un guía de turistas, los tres muy queridos en su comunidad, fueran asesinados frente al altar de la iglesia de los dos primeros en la Sierra Tarahumara, sino que la comunidad jesuita y, en general, la Iglesia católica hayan levantado la voz con firmeza exigiendo que su gobierno cumpla con la principal obligación del Estado: que pare el baño de sangre. Su irritación por el reclamo llegó, como en tantas otras ocasiones, a la bajeza de la injuria: los curas protestan no por la indignación, el dolor y la impotencia que les hace sentir el crimen de sus hermanos de religión, sino porque —dice el Presidente— están apergollados por la oligarquía. “Ahí hay mano negra”, se ha atrevido a acusar.

Toda queja de ciudadanos descontentos con los resultados de su gestión o afectados desfavorablemente por ésta es descalificada por el Presidente sin ofrecer jamás argumentos. Los padres de los niños con cáncer que se han visto privados de los medicamentos para seguir luchando por su vida; quienes protestaron por la destrucción de la obra del aeropuerto internacional de Texcoco, por la eliminación del seguro popular y por el desabasto de medicinas; los médicos que demandan una plaza en un lugar donde sus vidas no corran peligro y cuenten con las condiciones para que puedan desarrollar su labor; los ambientalistas que piden detener la destrucción de la selva, la biodiversidad y los hallazgos arqueológicos que está causando el Tren Maya; quienes han objetado sus designaciones de depredadores sexuales para candidato a gobernador y para embajador; quienes reprobaron la inaudita persecución penal contra científicos… todos, según el Presidente, han protestado porque añoran el pasado neoliberal y corrupto. Como en las dictaduras, ninguna protesta es legítima.

Al Presidente no le avergüenza que en lo que va de su sexenio, tres años y medio, haya ya más homicidios dolosos, más del 90% de ellos impunes, que los cometidos en todo el sexenio de Felipe Calderón, su antecesor que se ha convertido en la obsesión de su vida y al que dedica mucha pujanza en odiar. Lo que le alebresta es que esas estadísticas, que son públicas, sean objeto de comparaciones, comentarios, análisis y críticas, ante los cuales, sin embargo, no tiene más que una salida que cada vez suena más grotesca: son ataques de quienes se oponen a la Cuarta Transformación, ataques de conservadores y neoliberales. Pero su réplica tiene un pequeño problema: esas tasas de incidencia criminal no son una opinión, sino una realidad fáctica, y la fuente es la oficial.

¡Ah!, dice el Presidente: es que esa incidencia delictiva fue heredada por su gobierno, es culpa de los gobiernos anteriores. Pero también suena grotesco que siga culpando al pasado, irreversible como la muerte. Ahora él gobierna, y en más de tres años y medio ya tendría que haber aliviado el gravísimo problema. Para eso se ejerce el gobierno, para resolver problemas surgidos del pasado o del presente, no para descargar culpas en los tiempos idos. Él ofreció como candidato abatir la criminalidad, y brindar seguridad pública es el primer deber del Estado.

Su irritación —de nuevo: no por lo que acontece sino porque se señala— lo llevó también a la tergiversación: los homicidios de la Sierra Tarahumara —erró al intentar justificarse— no deben reclamarse a su gobierno porque son delitos del fuero común. Falso: la delincuencia organizada es un delito federal, y el asesino de los jesuitas y del guía de turistas es parte de un grupo del crimen organizado que tenía en su contra orden de aprehensión desde hace varios años, pero podía seguir haciendo de las suyas simplemente porque se le dejaba hacerlas, porque no se le buscaba. Además, es obligación del gobierno federal, en coordinación con los de las entidades federativas, proveer recursos y diseñar estrategias para prevenir y castigar la delincuencia en todo el país. Si no, ¿cuál sería el objetivo de la Guardia Nacional?

Al Presidente no le abochornan los nulos resultados favorables de su gestión, en seguridad pública y en todo lo demás, sino que eso se diga, se ponga en evidencia. Que el país se hunda, pero que no se lo digan a nadie.

 

 

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