Logo de Excélsior                                                        

Cuidado con la radicalización en México

Leo Zuckermann

Leo Zuckermann

Juegos de poder

En mal momento político llega la crisis del coronavirus a México. Si de por sí las posturas políticas se estaban polarizando, ahora, en lugar de estar hablando de una reconciliación nacional para enfrentar uno de los mayores retos de la historia contemporánea del país, lo que domina en la agenda pública es la profundización de las divisiones existentes.

¿A quién beneficia la creciente polarización en épocas críticas como esta? Muy estudiado está el tema: a los radicales de la izquierda y la derecha.

En otras palabras, el centro político, el que pugna por un cambio social por la vía del reformismo democrático, se va diluyendo.

En México, quienes están tomando fuerza son los que, por el lado del gobierno, empujan un modelo revolucionario de cambio y, por el otro lado, los que ven en la crisis sanitaria y económica una oportunidad para derrocar el gobierno del presidente Andrés Manuel López Obrador.

Ni uno ni otro tienen razón.

 

 

 

Mal están los que piensan, desde el gobierno, que los capitalistas tienen que asumir todos los costos de la crisis económica del coronavirus. Los que creen que es hora de que los empresarios aporten los recursos para salvar a los trabajadores formales e informales. Están mal porque, para empezar, la mayor parte de los capitalistas en México no son Slim, Baillères, Larrea o Salinas Pliego.

Los principales empleadores son micro, pequeñas y medianas empresas que no tienen mucho capital para sobrevivir sin ingresos. Sin apoyos gubernamentales, la gran mayoría va a quebrar y despedir a sus trabajadores.

Los grandes capitalistas sí tienen una mayor holgura para aguantar más tiempo sin ingresos. Cuentan con más ahorros y acceso a los mercados de capital para financiarse. Pero, también, como los otros empresarios más chicos, tienen un límite de hasta dónde pueden seguir pagando a sus trabajadores con recursos menguantes.

Hay quienes, en el gobierno, piensan que es hora de que los capitalistas se deshagan de sus activos para apoyar a la clase trabajadora. Que, por ejemplo, vendan sus casas si es necesario. Suena bien. Pero es una visión muy ingenua porque, hoy por hoy, tendrían que rematar sus propiedades a un precio muy bajo debido a que el mercado de bienes raíces está deprimido. Además, no toman en cuenta el factor humano del individualismo. La gran mayoría de los empresarios no son héroes de novela épica dispuestos a sacrificar todo para salvar a sus empleados. Están dispuestos, sí, a ayudar, pero su prioridad es defender los intereses de ellos, a sus familias y socios.

Mal también están los que, desde la extrema derecha, creen que se puede aprovechar esta crisis para tumbar al gobierno de López Obrador a la mala.

Quiérase o no, el Presidente ganó una elección democrática y legítima. Con todos sus errores, como los mandatarios pasados, lo tenemos que aguantar hasta que termine su periodo constitucional.

Si está equivocándose —y yo creo que sí—, la manera de castigarlo es en las urnas. Primero, en la elección del año que entra, donde estará en juego la Cámara de Diputados y 15 gubernaturas. Luego, en el 2024, donde se decidirá si continua o no el proyecto de la llamada Cuarta Transformación (no incluyo la revocación de mandato de 2022 porque creo que es una vacilada).

Cuidado, entonces, con la pérdida del centro político en México.

El politólogo Arturo Valenzuela menciona este factor como uno de los fundamentales para explicar la tragedia chilena de entre 1970 y 1973. En su libro El quiebre de la democracia en Chile describe, por un lado, la radicalización del gobierno de Salvador Allende que lo llevó a implementar una política económica desastrosa. Por el otro, la creciente oposición y movilización de la clase empresarial quienes, a la postre, se aliaron con los militares y, con la ayuda de Estados Unidos, en un mundo bipolar, dieron un golpe de Estado. El resultado: la caída de una de las pocas y más estables democracias de América Latina y 16 años de dictadura militar.

En 2017, López Obrador dijo: “El ejemplo del presidente Allende marcó mi vida. Él fue un dirigente con dimensión social y con vocación democrática. Un hombre bueno. Es un apóstol de la democracia. Como nuestro apóstol Francisco I. Madero, él padeció un golpe militar”.

Desde luego que hoy las condiciones de México y el mundo son muy diferentes a las de Chile en 1973. Sin embargo, la pérdida del centro político en nuestro país es una pésima noticia. Más ahora que enfrentamos una crisis sanitaria y económica de enormes consecuencias.

Cuidado: el horno no está para bollos y aquí hay muchos quienes andan jugando a explotarlo.

 

                Twitter: @leozuckermann

Comparte en Redes Sociales