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Corazón de perro, de Mijaíl Bulgákov

Leda Rendón

Leda Rendón

Umbrales mínimos

 

Mi perro se murió un domingo. Lo encontré rígido mirando hacia el espejo lleno de una lluvia fina que mojaba al cadáver. Afuera, las aves cantaban y hacía calor. Acaricié su hermoso pelo negro y me aterrorizaron sus dientes de animal salvaje, su aspecto de pequeño lobo en decadencia. Su ojo me veía y yo me perdí en ese infinito redondo y negro.

Rufino y yo habíamos vivido varias aventuras, la mayor parte sucedidas en mi cabeza; como aquella ocasión en que mató a un gato en un texto para esta misma columna; o cuando estuvo a punto de destruir a una familia, que vivía en una pelota roja en el jardín de otro texto. Se divirtió persiguiendo a la nariz de aquel personaje prominente, también para el periódico.

Después de su muerte seguí sacando pelos. El animal poseía una melena particularmente hermosa y abundante, así que me pareció normal. Al principio guardé, a lágrima viva, la primera bola de pelos en una cajita de cristal; al siguiente día lloré y la tiré, y así seguí. Le conté a un amigo sobre el pelo misterioso y me dio varias explicaciones del porqué del fenómeno.

El asunto empeora, tengo que barrer el pelo dos veces por día. El terapeuta asegura que es una creación de mi mente, porque quiero tenerlo acá conmigo y sentir su pelaje. “Vaya fantasía absurda”, le grité. “Yo ahogándome en el pelo de un perro muerto. Si tuviera esa capacidad, alucinaría que regresa completo, por qué sólo su pelo”.

Me tomo un café afuera de la clínica y pienso que entonces yo puedo hacer que Rufino regrese completo, joven y flexible. Daríamos unos deliciosos paseos por la ciudad, dejaría que la orinara toda, en especial las llantas de los coches.

Podría convertirlo en mi hijo y darle un cuerpo de niño. Mejor aún, sería una nube negra y volaríamos asustando a todos. Aprovecharía para vestirme también de luto con el sombrero de una bruja medieval. Seguramente nos volveríamos noticia, qué cosa rara una mujer volando con su perro-nube.

Rufino era un poco como el perro de Francisco Tario: apartado, una sombra; nunca se quejó y me ocultó el espectáculo de su muerte. Si se hubiera vuelto humano, como el perro de Mijaíl Bulgákov, habría sido un filósofo, jamás un miembro del partido comunista.

Mi perro es de nuevo una hormiga, una tarántula con el cuerpo muy nuevo y los dientes blancos, corre por la casa y lo destruye todo. Se acurruca, muy pequeño, en el hueco que hay entre mi cama y la pared. Ya de viejo, pasa horas en una misma posición mirando a un punto fijo; aceptó su servidumbre, después de pelearse con todo y todos. Escogí que me amara hasta después de su muerte, lo encadené a mi alma como a un esclavo.

Sigue el pelo, no acaba la sensación de ahogo permanente y el silencio. Antes, había un silencio que caminaba y tomaba agua, que se acercaba y se sacudía. Ahora confundo los silencios, creo verlo en cada hueco de la casa, en las sombras proyectadas por los edificios. Deseo hacerle una pequeña casa de madera en un océano de tierra y plantas.

Deja de llover en el espejo frente al que murió mi perro, ahora hay una noche con luna. Entro al bosque del espejo y corro junto a Rufino; mi pelaje es dorado, aullamos, olisqueamos todo y ondulamos el reflejo de la luna al atravesar nadando el río.

 

 

 

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