La distópica realidad
Estamos en un punto en que la buena voluntad es lo único que se vislumbra ante este apocalíptico escenario.
Estamos en 2021. Sí, un año después de la segunda década de este atropellado siglo que comenzó con la guerra contra el terrorismo tras los atentados a las Torres Gemelas en Nueva York. Un símbolo que cambiaría para siempre el concepto de seguridad y las garantías individuales en nombre de la seguridad nacional.
Osama bin Laden, Saddam Hussein, George W. Bush y Muamar Gadafi ya sólo son un capítulo en la historia; como lo es Fidel Castro y un sinfín de líderes catalogados como siniestros. Incluso el oro negro pierde valor y, aunque tal vez falta mucho para su desuso, cada día se desdibuja más y deja de ser ese maravilloso tesoro que causó guerras, invasiones y conflictos.
En 2020 fuimos sacudidos por una pandemia que altivamente pensamos que jamás nos alcanzaría. Nuestro egocentrismo no podía entender que algo nos golpeara con tal magnitud.
Hoy, más de un año después, enterramos a millones de muertos y seguimos temiendo cuándo llegará una nueva pandemia que nos ponga en una cuarentena larga y dolorosa. El acceso a las vacunas nos recuerda la desigualdad y lo infortunados que son millones de seres humanos.
Pero en todo este tiempo hay algo muy básico que olvidamos, aquello que nos da vida y que sin ella simplemente nuestro lugar en este planeta no tendría cabida: el agua. Sí, aquel líquido transparente al que accedemos con sólo abrir un grifo hoy agoniza. El agua es la vida misma y creímos que nunca faltaría. ¿Cómo morir de sed en un mundo repleto de océanos?
Estimaciones de Naciones Unidas revelan que más de mil millones de personas serán desplazadas de sus lugares de origen por la falta de agua, sin contar los más de 200 conflictos que ya se presentaron a nivel mundial por el valioso líquido. Estamos en un punto donde la buena voluntad es lo único que se vislumbra ante este apocalíptico escenario, donde hay acuerdos, diálogos y foros, pero no más. Una diplomacia rampante con acciones por demás mediocres.
Es indignante que los gobiernos trasladen esta responsabilidad a los ciudadanos de a pie, quienes también sufren más su racionamiento. Ese trato no es igualitario para las empresas que lucran con ella, que desecan lagos, ríos y cualquier fuente del líquido para seguir lucrando.
Tan sólo en México, más de 133 mil millones de litros de agua se utilizan para la producción de bebidas y alimentos chatarra, misma que enferma a millones de personas. Ni hablar de los millones de litros que se pierden en la industria de la ropa desechable. Unos pantalones vaqueros utilizan más de tres mil litros de agua, unos tenis cuatro mil 500 litros. Estamos en un momento alarmante, donde no hay vuelta atrás y la existencia de nuestra especie está en juego. Todos tenemos una gran responsabilidad, pero no debe ser repartida de la misma forma, ya que seguramente su barrio no gasta la misma cantidad que una minera para extraer unos cuantos gramos de oro o de algún otro metal.
Hace tiempo un colega de una ONG me alertó de cómo el cambio climático estaba cambiando el clima de las zonas cercanas a los volcanes Popocatépetl e Iztaccíhuatl, al grado de reducir la producción de tejocote en la zona significativamente.
En ese momento no presté mucha atención, pero al ver las noticias sobre la extinción de los hielos perpetuos de esa zona, pude entender la relación tan frágil que tenemos con la naturaleza, donde poco a poco estamos destruyendo nuestro hogar y nos estamos cruzando de brazos.
Parece que sólo contemplamos a que el destino nos alcance desde la más deleznable indiferencia. Si un virus nos puso en jaque, ¿qué será de nosotros sin agua? Aquellas películas que consideramos distópicas comienzan a ser nuestro cotidiano.
