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Paseando por la Sixtina

José Elías Romero Apis

José Elías Romero Apis

En los feriados me gusta pasear. Aclaro que no estoy en Roma, sino en el trópico mexicano, mi lugar favorito del planeta. Pero mi mente me lleva a donde quiera sin reservación, sin esperas, sin travesías y sin costos. Quizá por eso, he recordado una conocida historia que ya he compartido.

Según nos lo han contado, fue el papa Sixto IV quien ordenó la construcción de la que hoy conocemos como Capilla Sixtina. Su intención fue inmortalizar su nombre. Era un hombre bien dotado en muchos conocimientos, pero no en los del arte. Así que contrató a los arquitectos que le recomendaron, quienes resultaron un fiasco. Le entregaron lo que hoy conocemos. Un esperpento achorizado, muy parecido a una cancha de jai-alai, pero destinado para ser utilizado por grandes sacerdotes no por grandes pelotaris.

Pues bien, uno de sus sobrinos llegó a ser uno de los más grandes papas de la Iglesia de Cristo. Su nombre de bautizo era Julio. Su nombre de pontificado fue Julio II. No cambió de nombre. Con ello, desde un inicio, indicó que no se consagraría a los santos, sino que se consagraría a los hombres. Que éstos lo necesitaban más que aquellos.

La historia lo conoce como el “papa Guerrero”. Durante su reinado, utilizó el casco y la armadura más que la sotana y el solideo. Sin su espada, es muy probable que la Iglesia Católica Romana hubiera perdido su sede existencial y hasta su nombre hoy sería pretérito.

Era inteligente, era político y, sobre todo, era realista. Se le presentó este problema, quizá menor, pero que mucho nos sirve para esta nota. Estaba consciente del adefesio al que su tío le había apostado su pasaje eterno. El bodrio no tenía compostura, por más que recurrió a toda opinión especializada.

Luego, entonces, plan “A”: conservarlo así para no eutanasiar la criatura de su generoso pariente. Dejarlo pasar y que fueran sus sucesores los que decidieran su segura demolición. O, plan “B”, asumir valientemente su deber y derribarlo él mismo para evitar que la imagen de su ancestro fuera arrastrada en el escarnio de la barbarie, a cambio de sepultar a Sixto IV en el olvido histórico.

Pero el verdadero político siempre busca el plan “C” y lo encontró. Enjoyar las paredes. Que la genialidad de Miguel Ángel se sumara a la inspiración de Perugino, de Botticelli y de muchos otros. Miguel Ángel era escultor y sólo pintaba por necesidad o por ordenanza. Su primera reacción fue negativa.

El político sabía que le gustaba el dinero y que obedecía las órdenes. Así que utilizó los dos fuetes. Mucho dinero para Buonarroti. Buena política, ayer y hoy. Y mucha presión de los Medici, con quienes el florentino no osaba rehusar. Buena política, ayer y hoy. Casi todos tienen un precio y casi todos tienen un jefe. Y, muchos de ellos, tienen precio y jefe.

Desde luego, en la Sixtina no habría que incorporar esculturas ni lienzos. Tan sólo murales. Toda la Sixtina fueron murales. La estatua y el óleo se pueden llevar a otro lugar y derrumbar el edificio. Pero el mural es inamovible, sobre todo en esa época.

Julio II sabía perfectamente que, con esas imágenes y con esas firmas, el espantajo no sería bello jamás en la eternidad. Pero que sería intocable en todos los tiempos por venir. Así lo calculó y así lo acertó. La Sixtina marca el inicio del Renacimiento. La Sixtina es, hoy, un tesoro de la humanidad, aunque no un tesoro de la arquitectura.

Julio II fue un político. Salvó, en los territorios italianos, la importante residencia de la Iglesia de su Dios. Ésa fue eficiencia, síndrome infalible del verdadero político. Murió creyendo que no había hecho demasiado. Ésa fue humildad, síndrome inequívoco del gran político. Supo lo que tenía que hacer. Ése fue realismo, síndrome imprescindible del necesario político. Cambió el palacio papal por la trinchera de guerra. El político verdadero es el único mariscal de sus legiones, es el único estratega de sus batallas y es el único héroe de sus victorias.

 

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