Mayorías surrealistas o trucos de circo
Los únicos dos poderes políticos reales son el poder del Estado, no el poder de sus oficinistas, y el poder del Pueblo, no el poder de sus representantes. El del gobernante, instalado en las normas competenciales, y el del gobernado, protegido por las garantías constitucionales.
Más allá de los actuales episodios litigiosos, discursivos y académicos, el verdadero fondo del asunto es la mala dosificación de dos ingredientes básicos de la democracia, que son la mayoría y la proporción. La democracia mayoritaria-proporcional es el coctel político hoy más consumido en todo el mundo, pero las mezclas mexicanas han sido muy poco afortunadas durante 50 años, porque siempre algo les falta o algo les sobra.
Mucho de esto lo he compartido, escuchado o leído de mis amigos expertos, entre ellos Pascal Beltrán del Río, Ricardo Sodi, Raúl Contreras, Diego Valadés, Lorenzo Córdova, Flavio Galván, José Ramón Cossío, María Amparo Casar, Federico Reyes Heroles, Rafael Estrada y otros que disculpan mi memoria. Y yo también “echo mi cuarto a bastos”. Pero debo omitir a muchos talentosos porque son cercanos a la controversia.
La sobrerrepresentación nació chueca, creció torcida y hoy está jorobada. Cuando se inició la reforma política de los años 70 había un solo partido que ganaba casi la totalidad distrital. El motivo esencial fue la competitividad y ello se encontró por la vía de la proporción, aun a costa de la mayoría. Lo que ahora son 200 plurinominales, que implicaba ya una proporción desmedida frente a los 300 que ganaba aquel partido hegemónico.
Desde esa primera vez, el principio de mayoría entró en colisión con el principio de proporción. El 10% de los sufragios se convirtió en 40% de las curules. Toda sobrerrepresentación que ganan unos se logra con una infrarrepresentación que pagan otros. Eso es surrealismo puro. Desde luego, siempre se cuidó el principio más importante de la democracia civilizada, que es el equilibrio de poderes. ¡Mucho cuidado con esto!
Más tarde, la competencia y el pluripartidismo arriesgaron la gobernabilidad ante la posibilidad de que ninguna fuerza alcanzara una mayoría absoluta. Fue entonces cuando se introdujo una sobrerrepresentación de 8% o “cláusula de gobernabilidad”, regalo también del surrealismo neto.
Los principios básicos de mayoría o de proporción hoy sucumben ante los fogosos litigios literales y gramaticales, que no jurídicos ni políticos. Con ello se sobaja el espíritu constitucional que bien señala a la democracia esencialmente como una simple fórmula de renovación de los poderes burocráticos. Pero con estas disputas se olvida el imperativo esencial de instalar y proteger la división de poderes, que es la ecuación fundamental del Estado moderno.
No la separación de Montesquieu en Legislativo, Ejecutivo y Judicial. Tampoco la separación de Hamilton y Madison en Federación, estados y municipios. Esos no son poderes, sino tan sólo funciones. Los únicos dos poderes políticos reales son el poder del Estado, no el poder de sus oficinistas, y el poder del Pueblo, no el poder de sus representantes. El del gobernante, instalado en las normas competenciales, y el del gobernado, protegido por las garantías constitucionales. Los demás poderes no son poderes, sino tan sólo son prepotencia. El verdadero constitucionalismo nace y se valida cuando logra separar en serio los espacios de cada uno de ellos. Pero estos dos poderes enfrentan riesgos, como lo señalé desde hace años en mi modesto libro La teoría del poder como ciencia exacta.
Uno de esos riesgos es el del manoseo constitucional si se instala una mayoría reformadora indómita. Esto lo impide el candado de que ningún membrete tenga más de 60% del poder reformador. El otro riesgo es el sometimiento del sistema de control constitucional, depositado en la Suprema Corte de Justicia. Ésas son las únicas interpretaciones a las que debemos atenernos.
Si se rompe el límite de mayoría congresional se quiebra la constitución. Si se rompe el control constitucional se quiebra el equilibrio de poderes. Cualquier sistema de Estado y de política que se ocupa y se preocupa más por los poderes públicos que por los poderes ciudadanos, siempre ha sido barrido por la historia.
