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Lascuráin y el poder efímero

José Elías Romero Apis

José Elías Romero Apis

Pedro Lascuráin es el mejor ejemplo mexicano de la brevedad del poder político. Presidente espurio y pelele durante ¾ de hora. Los hemos tenido peleles y los hemos tenido espurios. Pero éste fue el único combinado. Fue cómplice de usurpaciones, de traiciones y de asesinatos. Esos 45 minutos ya le han valido 110 años de repudio histórico.

Por si fuera poco, algunos dicen que esos pocos instantes le alcanzaron para ser tocado por la locura del poder y para ensoñarse con la idea de que podría desconocer a su patrón y apropiarse de la banda presidencial. Que alguien podría defecar en Victoriano Huerta y aún salir vivo.

¡Pobre Lascuráin!, tan estúpido como para no darse cuenta de que la política pone en el mismo cazo a los leales de las instituciones y a los usurpadores de la Constitución. La vida le fue muy generosa y le brindó tener como jefes a Madero y a Huerta, pero le fue muy díscola y no le permitió distinguir la enorme diferencia entre ellos.

El poder político es ajeno, es prestado y es muy efímero, sobre todo en las democracias. Mientras mejor consolidada está una democracia, es más transitorio el poder de sus gobernantes. Lo único permanente somos los ciudadanos porque no somos sexenales.

Solamente nosotros permanecemos después de que ellos se van para decirle a los nuevos gobiernos lo que hicieron sus antecesores. Para invitarlos a preservar lo que nos sedujo y nos gustó, así como para exigirles que desechen lo que nos repugnó y nos insultó. Para avisarles que ellos también serán transitorios y efímeros. Que ellos también se irán, como se han ido todos, pero que nosotros nos quedaremos para siempre. Ésa es la bondad y la crueldad del poder político en las democracias.

No entenderlo es una psicopatología que me he permitido llamar Síndrome de Aquiles. No sólo afecta a los altos gobernantes, sino hasta a los insignificantes “cadeneros” de discoteca. Aquiles creía que era hijo de Zeus. Pero... no lo era. Aquiles creía que era todopoderoso. Pero... no lo era. Aquiles creía que era invencible y que era inmortal. Pero... no lo era. Muchos humanos de todos los tiempos han creído que son como Aquiles. Pero... no lo son.

Mucho de ello tiene que ver con su ignorancia sobre la naturaleza del poder. Alguna vez un muy importante gobernante me preguntó cuál debería ser el mejor año de su sexenio. Sin la menor duda, le contesté que el séptimo año. Me fijó su mirada y me sonrió. Pensó que yo dije un chiste baboso y es que nunca me creyó. Siempre me vio como un pensador romántico y no como un político realista.

No quiso entender ni quise explicarle que los otros seis años deberían ser la siembra para una cosecha final. Que, si así lo hiciera, el séptimo año sería aquel en el que más lo apreciaran, más lo emularan y más lo respetaran. El año en que más lo extrañaran y en el que más lo presumieran. El año en el que, ya no siendo funcionario, todos se sintieran muy orgullosos de su amistad, muy complacidos de su presencia o muy agradecidos de su compañía.

Se dedicó, por completo, tan sólo a su presente. Sin embargo, hoy está convencido de que no le habrá de alcanzar su futuro para pagar todo lo que le quieren cobrar. No lo aprecian, no lo emulan y no lo respetan. Me duele mucho haber acertado, porque bien lo estimo, pero más me duele cuando nuestros gobernantes se han equivocado porque, antes que a ellos, amo más a mi país.

La vida me ha enseñado que el tiempo nunca es neutral. Siempre corre a favor o en contra. Por su propia esencia, es integrador a plenitud. Todos vivimos en el tiempo. Todo lo que sucede se da dentro del tiempo.

El reloj político, como cualquier reloj, avanza sin retroceso. El tiempo nunca se detiene ni se retrasa ni se anticipa. Funciona a plenitud y con absoluta autonomía. No requiere de nuestro concurso ni precisa de mantenimiento ni exige combustible. No se descompone ni se desgasta ni perece. Es infalible y es eterno. El tiempo es el sistema perfecto.

 

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