Charla, música y natura, los placeres del sonido
Todos sabemos que la “joya de la corona” de nuestros coloquios han sido los que alguna vez hemos sostenido con alguno de nuestros seres queridos y no necesariamente con el grupo. Muchas veces mis hijos me han señalado, como esenciales en su vida, la conversación que sostuve, por separado con cada uno de ellos, en tal fecha, en tal ciudad y con tal tema.

José Elías Romero Apis
Editorial
Prosigo con mi reflexión sobre tres placeres. Ahora se lo dedicaré al placer de conversar y al placer de escuchar. El coloquio es un gozo plural, aunque también se puede dialogar en solitario, tal como lo señalo líneas abajo.
Sin embargo, debemos prevenirnos de esa pluralidad. Porque la reunión de 100 o 300 personas no constituye una conversación. Si están reunidas para discutir el tema, estaremos en presencia de una asamblea o de una junta. Si su propósito es tan sólo escuchar a una de ellas, entonces de lo que se trata es de una conferencia. Pero ni una ni otra instalan una verdadera conversación.
Desde la antigua Hélade se ha dicho que el supremo grupo de conversación no debe exceder de cinco individuos. La vida me ha demostrado que los griegos tenían razón. El grupo de cuatro personas tiende a ser muy coherente y muy cómodo. El trío es delicioso, pero son pocos los participantes y los obliga a intervenir mucho. En el sexteto, por lo contrario, son muchos y les dificulta expresarse en el turno oportuno. Pero en el cuarteto se dan las mejores condiciones, salvo con una excepción. Sólo hay otro formato que lo suele superar en calidades de fondo. Ese es el dueto.
En efecto, son inolvidables las conversaciones inteligentes que hemos sostenido a solas con un amigo o con un jefe o con un colaborador. Es en el bis a bis o, como suele decirse, en el tete a tete, donde la conversación adquiere sus mayores riquezas, por lo menos en tres sentidos fundamentales. En el de la franqueza, en el de la precisión y en el de la profundidad. Y todos estaríamos de acuerdo en que una conversación que es franca, que es precisa y que es profunda, es un tesoro para aquilatar.
En el formato familiar, esto es muy evidente. Casi todos hemos gozado de nuestras conversaciones en familia. Es frecuente que sean amenas, interesantes y hasta inolvidables. Pero todos sabemos que la “joya de la corona” de nuestros coloquios han sido los que alguna vez hemos sostenido con alguno de nuestros seres queridos y no necesariamente con el grupo. Muchas veces mis hijos me han señalado, como esenciales en su vida, la conversación que sostuve, por separado con cada uno de ellos, en tal fecha, en tal ciudad y con tal tema.
También es placentero el bien escuchar. Saber dirigir la mirada y no sólo la oreja. La mímica expresiva y la amable atención. La interlocución como refuerzo y no como interrupción. La conversación inteligente combina la buena elocuencia y la buena audiencia. Saber disertar y saber escuchar.
Se ha dicho que, también, se puede platicar en solitario. En efecto, es mucho lo que puede darnos el hablar y el escuchar a nosotros mismos. Bien logrado es un verdadero dueto. Porque esto es, también, un ejercicio de la prefranqueza, con precisión y con inteligencia es una de las mejores actitudes frente a la vida. Evitar que ese otro yo nos ofenda, nos engañe, nos confunda, nos aturda o nos humille.
Yo lo disfruto con frecuencia y tanto mi familia como mi equipo bien saben de mi manía. Estoy convencido de que uno mismo puede llegar a ser el mejor conversador que podamos escuchar. Y uno mismo puede ser el mejor interlocutor de nuestro otro yo, si lo atendemos y lo entendemos con serenidad, con madurez y con aprecio. Vale la pena intentarlo si es que no se ha hecho.
La ducha es un buen espacio y una buena tribuna. Nos deja en la desnudez que evita vanidades. Nos deja en el aislamiento que evita inseguridades. Nos deja en la soledad que evita indiscreciones. Allí, podemos abuchearnos e injuriarnos si decimos alguna estupidez. Pero, allí también, podemos aplaudirnos y vitorearnos si logramos expresar nuestra lucidez.
Estoy muy convencido de que de los mejores aplausos que uno puede llegar a levantar es el de uno mismo. Se oye delicioso y sabe muy sabroso. Vale la pena oírlo, vale la pena recibirlo y vale la pena vivirlo.