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La intolerancia y la trampa del anonimato

Jorge Fernández Menéndez

Jorge Fernández Menéndez

Razones

La lucha contra la injusticia no puede estar teñida y basada en la intolerancia. Decía Jacobo Rousseau que “los que distinguen la intolerancia civil de la teológica se equivocan; ambas especies de intolerancia son inseparables”. Las mejores causas pierden sentido y fundamento si la intolerancia se convierte en una norma, en un sistema. Y eso se aplica tanto a la política y la religión como a las mejores causas sociales.

El movimiento MeToo es una expresión imprescindible para comprender el mundo actual, para darle a la mujer el espacio y el lugar que merece en la sociedad, para luchar contra el acoso, la desigualdad y la violencia. Precisamente por eso no puede caer ni en la intolerancia ni en el fundamentalismo, porque, si no, se transformará en lo contrario de lo que busca promover.

Ante el suicidio de Armando Vega Gil, si hay algo que me desconcertó profundamente fue la respuesta de quienes manejan ese sitio. El suicidio, escribieron, “fue un acto para difamar al movimiento. Él sabía que era culpable. Fue chantaje mediático. #MeToo”.

Me parece una soberana tontería decir que alguien se suicida para difamar un movimiento, mucho más decir que fue un chantaje mediático. El músico, escritor, fotógrafo, un hombre que buena parte de su vida la dedicó a la literatura y a espectáculos para niños, que ha escrito libros en contra de la violencia contra las mujeres, estaba devastado por la denuncia. “Mi vida está detenida, escribió en su carta de despedida. No hay salida. Sé que en redes no tengo forma de abogar por mí, cualquier cosa que diga será usada en mi contra, y esto es una realidad que ha ganado su derecho en el mundo, pues las mujeres, aplastadas por el miedo y la amenaza, son las principales víctimas (...) Debo aclarar que mi muerte no es una confesión de culpabilidad, todo lo contrario, es una radical declaración de inocencia; sólo quiero dejar limpio el camino que transite mi hijo en el futuro”. Vega Gil merecía, por lo menos, ser escuchado.

Las amigas que han construido MeToo en México han acertado en la necesidad imprescindible de la denuncia, pero se han equivocado en su implementación. El anonimato de la denuncia no es aceptable ni ante el acoso sexual ni ante la inquisición religiosa. Se entiende que ciertas denuncias no tengan un rostro y un nombre públicos por lo que eso pudiera ocasionar al denunciante, pero se debe verificar si la acusación es por lo menos verosímil. Nuestra compañera Ivonne Melgar, una mujer progresista y defensora de las mejores causas del feminismo, publicó en redes algo que es absolutamente sensato: si en la lucha político–electoral se deben verificar las denuncias, sobre todo las anónimas, cuando se trata de acusaciones que afectan tanto la vida personal de la gente (de víctima y victimario), se debe exigir también una verificación de los hechos.

En MeToo de Estados Unidos, y en otros países, se han cometido excesos y errores, y también se publican denuncias anónimas, pero se sabe de dónde y de quién provienen. Una cosa es proclamar que “le creo a ella” y otra no saber siquiera si “ella” existe o si la denuncia tiene asidero con la realidad. Una cosa es denunciar un acoso y otra “una mirada lasciva” o un torpe intento de seducción. Es muy diferente tratar de tener una relación con una mujer, a condicionarle su vida profesional o privada a cambio de esa relación. Es diferente que se acuse a Harvey Weinstein de acosar a decenas de mujeres con las que trabajó, a que se acuse al exvicepresidente Joe Biden porque le dio un beso a alguien en un acto público “cerca de la boca”.

Para hacer justicia debe haber un mínimo de transparencia. Durante siglos se quemó a mujeres porque el inquisidor en turno recibía una denuncia anónima acusándolas de brujas o herejes.

Un acosador debe ser denunciado y juzgado, aunque sea en el tribunal de la opinión pública, pero debe haber una verificación de los hechos. Y para eso se requiere tener un espacio de reflexión y de certificación de los mismos.

Hoy, nuestro país vive en un ambiente de intolerancia y polarización que, de seguir avanzando, nos hará un daño social irreparable, con heridas que tardarán décadas en cerrar. Un suicidio no es ni un chantaje ni una difamación, de la misma forma que un periodista crítico no es un “fantoche, conservador, sabelotodo, hipócrita, doble cara”.

El castigo desde el anonimato y sin la verificación de los hechos, sin siquiera poner a prueba la verosimilitud de los mismos o la identidad del denunciante, no es una salida. Es una trampa. La causa de la lucha contra violencia sobre las mujeres no debe caer en ella.

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