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El asesinato como instrumento político

Jorge Fernández Menéndez

Jorge Fernández Menéndez

Razones


 

El intento de atentado contra la vicepresidenta de Argentina, Cristina Fernández de Kichner, increíblemente fallido porque se encasquilló la pistola del agresor, me recordó el de Luis Donaldo Colosio en 1994. Las escenas son demasiado coincidentes: un político central, se estuviera de acuerdo con él o con ella, rodeado de una pequeña multitud de simpatizantes, con un aparato de seguridad entre displicente y relajado, dejando esa labor de estrecha cercanía no a los profesionales sino a activistas, y repentinamente una pistola (en el caso de Donaldo un revólver) aparece y le apunta a la cabeza de su objetivo. Cristina tuvo la enorme suerte que no acompañó a Luis Donaldo, y salvó la vida de milagro.

Pero el incidente no deja de hacernos reflexionar sobre los grados de violencia que está generando la polarización en nuestros países, un fenómeno del cual México no está en absoluto ajeno y que aquí, como en otras naciones, es impulsado por muchos sectores, pero también en forma notable por las propias autoridades.

La lluvia de adjetivos presidenciales sobre sus adversarios, sobre los otros Poderes de la República, los empresarios, los periodistas, los medios, sobre otros países e instituciones que van desde el Parlamento Europeo hasta el Congreso de los Estados Unidos, condimentada por exacerbaciones sociales y racistas es inagotable.

Sectores de la oposición suelen responder con la misma moneda y se genera el clima político que propició que Mario Aburto en 1994 pudiera disparar contra el que sería, sin duda, el sucesor de Carlos Salinas de Gortari. Aquel disparo en medio de un ambiente de polarización (que no llegaba a los límites del actual) cambió el rumbo del país, como lo cambió el atentado, en su caso fallido, de Cristina Fernández en Argentina.

Es verdad: la violencia política y los magnicidios no son un efecto exclusivo de la época y no sólo se generan a partir de la polarización, aunque muchos de ellos son fruto de ella. Casi todos tienen en común que el ejecutor termina siendo alguien que, manipulado o no, sí responde al clima político y social que se vive, suelen ser personajes marginales en busca de trascendencia, dispuestos a lo que constituye casi una norma en estos casos: quien esté dispuesto a dar su vida en el intento puede cobrarse la de su objetivo, más allá, incluso, de la seguridad que lo rodee.

Porque, además, estamos ante otro fenómeno que no es menor: los mandatarios, antes y ahora, subestiman la seguridad: John F. Kennedy fue advertido en su gira por Texas de que no era seguro viajar en un automóvil descubierto, lo ignoró. Su hermano Robert sufría innumerables amenazas y acababa de ganar las primarias de California y salía casi sin seguridad por la cocina de un hotel de Los Ángeles, cuando fue asesinado. Ronald Reagan, al inicio de su mandato recibió también dos disparos (otros mataron a su jefe de prensa e hirieron a un integrante del servicio secreto) saliendo de un hotel, aunque salvó la vida. Olof Palme, aquel grandioso primer ministro sueco, regresaba del cine caminando en el frío invierno sueco, junto con su esposa, sin seguridad alguna, cuando fue interceptado por un asesino solitario antes de tomar el metro (hay una serie sueca excelente sobre el tema en Netflix, El asesino improbable). Luis Donaldo fue muerto en un mitin intrascendente en Lomas Taurinas, donde los organizadores lo habían dejado a expensas de una multitud, sin la seguridad suficiente. El exprimer ministro japonés, Shinzo Abe, una figura clave en la política de ese país, fue muerto hace unas semanas, en un mitin de apoyo a un candidato local, en un acto con mínima seguridad. Cristina Fernández fue atacada en frente de su casa, rodeada de simpatizantes y con su seguridad en otra cosa.

Los asesinos tenían algo en común: eran personajes relativamente desequilibrados que pudieron haber sido o no manipulados por alguien, pero que, sobre todo y cuando se indaga más a fondo, resulta que todos eran el fruto podrido de un clima de violencia interna, intolerancia, de un clima político que los sedujo buscando, a su vez, su propia trascendencia.

Todo esto viene a cuento porque no podemos seguir subestimando la polarización y la violencia. El diálogo en el país está roto, se ha vuelto insostenible hasta entre los mismos integrantes de Morena. No hablemos con el resto de la sociedad. La violencia es demasiado cotidiana, es muy fácil morir en México: 135 mil asesinatos desde el comienzo de esta administración. Han caído no sólo delincuentes, sino también políticos destacados, exgobernadores, funcionarios estatales y municipales, mandos policiales y militares, sacerdotes, periodistas.

Decía Bioy Casares que el mundo suele responsabilizar de sus tragedias a las grandes conspiraciones y se olvida de la estupidez. Sería criminal esperar que ocurra alguna tragedia aún mayor de las que vivimos cotidianamente antes de aceptar que el clima de polarización actual contamina tanto a la sociedad que puede terminar siendo irrespirable. Y eso cambia el destino de todos.

Por cierto, ¿todo esto no es suficiente para comprender por qué las demandas, incluso de la propia CNDH, de liberar a Mario Aburto son un alimento más a la polarización y una puerta a la violencia?

 

 

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